“Mi mamá se orinó del miedo, todos llorábamos”: la región donde la guerra apenas comienza

Mientras en gran parte del país se han sentido los efectos de la paz con la guerrilla de las FARC, en el Pacífico Sur aseguran que la guerra recién está comenzando. BBC Mundo visitó esta zona del litoral colombiano, golpeado por una creciente violencia.

“Por los nervios uno no sabe si correr, si bajar, si esconderse, no sabe qué hacer; nos metimos en la cocina, nos colocamos detrás del congelador, porque pensamos que nos protegería”.

María* narra las horas de terror que pasó junto a su familia, durante un enfrentamiento armado en la zona ribereña de Iscuandé, en el litoral Pacífico del departamento colombiano de Nariño, donde tienen la casa sus padres. Los había ido a visitar, como todos los fines de semana, desde la cabecera municipal.

Era sábado, a la 1 de la tarde. María estaba con su familia en la casa de palafito, asentada en una peña sobre el río, de espaldas a una loma.

De repente, por las aguas, subió una lancha. En ella viajaban hombres de un grupo armado que nadie se atreve a nombrar aquí en esta zona; María me dijo que no sabía cómo se llamaban.

Es parte del nuevo escenario de violencia que ha estado germinando en algunas partes de Colombia, especialmente a lo largo de la costa Pacífica del país, tras la salida de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) a partir de la firma del acuerdo de paz con el gobierno, en noviembre pasado, que puso fin a más de 50 años de enfrentamientos y control social y territorial de ese grupo armado en ciertas regiones.

Una de esas regiones es esta zona de Nariño, donde se encuentra Iscuandé.

Aquí ya operaba la segunda guerrilla más grande de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero tras salir las FARC comenzaron a avanzar otros grupos: Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia (banda criminal originada luego de la desmovilización paramilitar de mediados de los 2000), Gente del Orden (no necesariamente usan ese nombre, pero son disidentes de las FARC) y otras organizaciones criminales más pequeñas.

Estos grupos se enfrentan entre sí por el control de los ríos y los recursos de oro, coca y madera del Pacífico. También se enfrentan con las fuerzas de seguridad del Estado.

En el caso de María, no está claro quién iba en la lancha, pero sí quiénes, de repente, comenzaron a atacarlos desde la loma detrás de su casa: el ELN, con unos 50 hombres que fueron saliendo de la selva, según su relato.

“Mi casa estaba rodeada, pero nosotros no nos habíamos dado cuenta”, dice.

Y empezó la balacera. “Nunca en mi vida había visto un disparo, sí los había escuchado pero nunca los había visto; las balas pasaban por debajo de mi casa , por al lado de mi casa, por todos lados”.

“Me colocaron un fusil en la cabeza”

Los de la lancha se parapetaron en una vivienda sobre una playa del otro lado del río. Quedó destruida, igual que la de los padres de María.

“Tiraban bombas, tiraban granadas, y eso hacía volcanes de agua, de piedra, de todo”, recuerda. “Mi mamá se orinó del miedo, los niños lloraban, todos llorábamos, mi papá también” .

Empezó a orar. Pero las cosas empeoraron en vez de mejorar. Los hombres del ELN bajaron hasta su casa, luego se llevaron a la familia hacia el monte.

“Me colocaron un fusil en la cabeza, a mí, a mi papá, a los niños, a todos. Mi mamá lloraba”.

A María la acusaban de asistir al otro grupo, de guardarle armamento. Ella les aseguraba que no era así. Finalmente, tras mucha tensión y temor, la dejaron ir, al igual que a su familia.

El enfrentamiento terminó alrededor de las 5 de la tarde. Había durado cuatro horas.

La historia me la cuenta en la cabecera municipal de Santa Bárbara de Iscuandé, a donde se desplazó su familia, al igual que otras 31 de la zona, huyendo de los enfrentamientos. No quieren volver . De hecho, nadie está subiendo el río hacia donde se encuentra su casa, lo consideran demasiado peligroso.

Estas familias viven hoy en condiciones precarias, con la poca ayuda que les puede ofrecer el municipio y agencias internacionales.

En el caso de María, son diez personas repartidas en una casita con dos cuartos, en los que duermen todos apretujados , y por la que pagan un arriendo de unos 300.000 pesos colombianos al mes (US$100), poco menos de la mitad de un salario mínimo colombiano. El padre, además, no puede trabajar porque no puede volver al monte, donde se dedicaba a la tala para mantener a la familia.

Otra mujer que tuvo que dejar su casa con su familia ese mismo día me dijo: “Yo quisiera largarme de aquí” . No quiere volver a su casa, no quiere quedarse en la cabecera municipal.

Este no es el único desplazamiento que se ha dado en la zona. En los que va del año se registraron al menos cuatro, que afectaron a decenas de familias.

Y no son solo desplazamientos. En algunas paredes del pueblo hay pegadas hojas con la foto de una niña a quien buscaban, algo que ya no tiene sentido. Apareció muerta. Tenía siete años. Había sido secuestrada luego de que su padre fuera asesinado, supuestamente por no haber pagado una extorsión.

“Peor que antes”

“Las cosas están peor que antes”, sentencia María. “Tengo miedo, no sé cómo vamos a sobrevivir”.

“Peor que antes”: una opinión que escucho una y otra y otra vez.

“Hoy en día quizás en las ciudades no se vivan estas cosas, pero acá hoy la guerra ha comenzado en estos municipios del Pacífico donde las FARC hacía presencia, la guerra ha comenzado su proceso”, me dice Luis Enrique Sinisterra, subsecretario de Desarrollo de Iscuandé.

Es cierto que en las cifras generales del país la violencia se ha reducido notablemente desde el acuerdo de paz, pero esto no es necesariamente verdad para el Pacífico y otras regiones.

El temor de sus habitantes es que el árbol de la paz termine tapando un bosque violencia aquí.

Sinisterra dice que esperaban que esto ocurriera, que se sabía, y pide, como otros, más presencia del Estado nacional, no sólo de la fuerza pública, sino también con inversiones en educación, salud, vivienda, proyectos productivos.

“Si no es así”, predice, “la guerra continuará por mucho tiempo y mucha gente tendrá que perder la vida”.

En su oficina tiene un motor fuera de borda. “Hace parte de las herramientas de trabajo, es como tener un carro parqueado en la oficina en la ciudades”. Lo usan los funcionarios para recorrer las comunidades. Lo usaban, realmente. Hace seis meses que no recorren los ríos.

“Por la seguridad, el orden público está muy alterado; y aquí prima la vida, la integridad de las personas y nosotros no estamos exentos”, me explica con pesar en su rostro.

A una hora en lancha, en los ríos que son las carreteras de esta región en la que casi no existe el asfalto, se encuentra el municipio de Guapi.

“Sabíamos a quién huirle”

Su alcalde, Dani Prado Granja, hace un diagnóstico semejante al del funcionario de Iscuandé: “Quién lo creyera, para nosotros ha sido más grave e inconveniente el proceso de paz que como estábamos antes sin proceso, porque sabíamos a quién huirle, a quién temerle”.

Agrega luego una frase que, si la escucharan, haría un ruido muy incómodo en los oídos de quienes impulsaron la paz con las FARC: “La posibilidad del país se convierte en un problema para Guapi, nosotros nos entristecemos con la firma del acuerdo , estábamos mejor cuando no se había firmado eso”.

En Guapi, en Iscuandé, también en en los cercanos El Charco y Mosquera, en todos municipios del litoral, se repiten estas historias: desplazamientos, asesinatos, miedo y abandono del Estado nacional . Faltan recursos de salud, de educación, de saneamiento, de agua, de infraestructura.

Un abandono de siglos, que ha venido afectando a esta región, corazón afrocolombiano del país, a la que los esclavos negros escapaban hasta mediados del siglo XIX, cuando se abolió la esclavitud, y que luego siguió poblándose de afros ya libres. Una de las regiones más pobres de Colombia, a la que el centro del país, el centro del poder, le ha dado históricamente la espalda .

Homicidios disparados

Pero los problemas no son exclusivos de estas poblaciones rurales y aisladas. Se repiten en Tumaco, una las más importantes ciudades de los 1.300 kilómetros de la costa pacífica colombiana. En el municipio, que también comprende una vasta zona rural, viven unas 200.000 personas.

Recientemente el vicepresidente Óscar Naranjo dijo que en Tumaco, el municipio con la más grande extensión de cultivo de coca en el país, se está gestando una tormenta perfecta de crisis .

Los homicidios se han incrementado en el lugar, que ya tiene una de las tasas de asesinatos más altas del país .

Hasta el 25 de mayo de este año, según cifras de la Alcaldía de Tumaco, se habían registrado 83 homicidios, un 60% más que en el mismo período de 2016.

Si la tendencia se mantiene, a fin de 2017 Tumaco tendrá una tasa de homicidios de 148 cada 100.000 habitantes, en una Colombia en la que esa medida, en 2016, alcanzó su cifra más baja desde 1974, con 24,4 asesinatos cada 100.000 habitantes.

Pero en Tumaco la situación podría ser aún más grave de lo que reflejan las estadísticas. “Muchos homicidios no se reportan, ocurren en la zona rural y nadie reporta”, me dice el alcalde Julio César Rivera.

Según él, la falta de oferta laboral (el municipio tiene un 80% de desempleo), de formación, de desarrollo hace que los jóvenes se vuelquen a la criminalidad.

Pero hay algo más que da cuenta del aumento de la violencia, y otra vez tiene que ver con la salida de las FARC de las zonas que controlaban.

“Tristemente tenemos que decir que las FARC tenían de alguna manera un control del territorio”, dice Rivera. “Eran menos los delitos o los crímenes que se cometían”.

Éxito nacional, tragedias locales

Daniele Zarantonello tiene una camiseta batik azul, la barba crecida. Es italiano y hace seis años que vive en uno de los barrios difíciles de Tumaco.

Es cura, misionero camboniano, congregación que se dedica a servir a las comunidades afro del mundo. Y conoce muy bien lo que ocurre en el municipio, una repetición de lo que sucedía hasta 2013, cuando las FARC entraron a ese territorio, en el que había disputas entre pequeñas bandas criminales.

Con la salida de la guerrilla tras el acuerdo de paz, volvió ese escenario. Como en el resto del Pacífico, al salir las FARC, se abrió, paradójicamente, un escenario de violencia.

“Actualmente los barrios se están fragmentando, se están creando grupos, grupitos pequeños pero muy armados, que se están enfrentando entre ellos para controlar el territorio”, me explica.

¿Qué buscan esos grupos? Sobrevivir, fundamentalmente. Y establecer su poder en sus barrios, explica Zarantonello. Golpear primero, para que no los golpeen a ellos y sus familias.

El caso de Tumaco, de todo el Pacífico, muestra que el proceso de paz puede terminar siendo un éxito nacional empañado por fracasos locales .

No será culpa del proceso necesariamente, sobre todo teniendo en cuenta que sí redujo la violencia y cambió el estado de cosas en muchas partes del país, un país con regiones que eran de facto propiedad de las FARC.

Pero sí es posible que se achaque al período histórico del proceso, a sus líderes, no haber previsto suficientemente estas tragedias locales.

* No es su nombre real, pidió preservar su identidad por miedo a poner en riesgo su integridad o la de su familia.

En esta nota

#Colombia Guerra Iscuandé Pacífico Sur violencia

Recibe gratis todas las noticias en tu correo

Este sitio está protegido por reCAPTCHA y Google Política de privacidad y Se aplican las Condiciones de servicio.

¡Muchas gracias! Ya estás suscrito a nuestro newsletter

Más sobre este tema
Contenido Patrocinado
Enlaces patrocinados por Outbrain