Querer controlar todo te llevará a la autodestrucción
El cuerpo es muy sabio y provoca cambios para tratar de escapar de la dura y triste realidad
Los manicomios nunca tuvieron la exclusividad de la gente con severos problemas mentales. Muchas personas completamente insanas, anduvieron y andarán sueltos por la vida como si nada pasara. Luisa era una de ellas. El hecho que estuviera bien vestida, fuera a misa todos los domingos y tuviera una familia aparentemente normal, no modificaba en lo más mínimo el diagnóstico psiquiátrico nunca efectuado.
Los primeros signos de su insanía se manifestaron durante la adolescencia de sus hijos. La situación le presentaba un problema insalvable. Una cosa eran los niños pequeños a quienes vestía hermosamente, peinaba, perfumaba y hacía estudiar para que brillaran en el colegio, y otra bien distinta eran dos adolescentes pugnando por independizarse.
“La incipiente independencia del primogénito chocaba de frente con las ideas de Luisa. En el fondo, ella era una de la gran cantidad de padres cuyos hijos eran arcilla para ser moldeada, según sus ilusiones y traumas”.
El mayor tenía las aspiraciones normales de cualquier joven: salir con amigos, conocer chicas, dormir hasta tarde. Como todo, representaba un problema para una madre que sentía que el hijo se le escapaba de las manos, las peleas crecían en frecuencia y dimensión.
La vida del joven se fue volviendo tortuosa, a punto tal que a los diecisiete años, intentó suicidarse. Obviamente la madre nunca registró que había sido un desesperado y riesgoso llamado de atención, por el enorme malestar con el que vivía.
“Para ella, se trataba de otro de los inconvenientes que generaba el adolescente. En su visión, los buenos hijos no debían traer problemas. Acaso alguna persona que estuviera viva podía no generarlos?”
El resto de miembros de la familia jugaba roles distintos. El padre era un hombre brillante que forzado a elegir entre apoyar a su esposa o a su hijo, había optado por no separarse. Evitar el conflicto con su mujer resultaba más importante que ser justo o garantizar una sana atmósfera para los chicos. La aparentemente inofensiva decisión, había condenado a los jóvenes a no tener espacio para ser ellos mismos.
En las formas, todo era perfecto. Una familia linda, unida, que viajaba por el país y el mundo. Estudiaban francés, tomaban clases de equitación y se vestían con la mejor ropa. El padre era un profesional exitoso y su esposa era educada, sencilla y buena compañera.
“Puertas adentro, todo era un silencioso infierno. No había lugar para expresarse, ser distinto, o simplemente ser. El hecho que el padre cerrara filas con la madre en vez de laudar a favor de la sensatez, la libertad y el crecimiento, había terminado de convertir a aquella familia en una olla a presión”.
La hija menor, siendo testigo de lo que ocurría con su hermano, había optado por sobrevivir. Su estrategia no había sido otra que volverse invisible. Nunca confrontaba, y trataba de escaparse del insano radar de su madre. Ojos que no ven corazón que no siente.
“La doble vida le permitía al menos, tener una existencia aunque fuera en la clandestina. La vida oficial era una muerte en vida, pero satisfacía a su progenitora. La secreta, en cambio, era su vida real. Riesgosa, pero auténtica”.
Todo pareció arreglarse cuando se fueron a estudiar a universidades del extranjero. Ambos hijos descubrieron la vida, la libertad. Se enamoraron, se casaron, tuvieron hijos. Salvo algunos conflictos menores, la distancia resolvía todo. Cada uno vivía como quería.
No obstante, los inflexibles patrones de la madre seguían intactos o agravados. A sus setenta años tenía una clara idea de lo que estaba bien y lo que no. En vez de haber aprendido que la vida discurría por caminos imprevistos y que no había forma de ordenarla sin un altísimo costo existencial, ella estaba cada vez más rígida e intransigente.
Lo que no le gustaba era rechazado o negado, según las posibilidades y circunstancias. A modo de ejemplo, un nieto había nacido con parálisis cerebral. Ese drama familiar implicaba que el niño necesitara una cama ortopédica y un acceso especial para el baño. Como para Luisa resultaban poco estético, en veinte años de vida de aquél joven se había negado a hacer modificación alguna para adaptar algo de su enorme casa al enfermo.
“Para poder sobrevivir, sus hijos también negaban la actitud de ella. Quién podía asumir fácilmente que tenía una madre cruel? Sería crueldad o insanía? Cambiaba algo?”
Otro capítulo muy significativo fueron los divorcios de los hijos. Luisa era muy religiosa y creía en la indisolubilidad del matrimonio. Poco le importaban las estadísticas que mostraban a más del cincuenta por ciento de las parejas separadas. En los casos que fuera inevitable, estaba convencida que las personas debían permanecer solteras el resto de sus vidas para no cometer adulterio.
Tal vez porque la vida insistía en enseñarle algo, sus dos hijos se separaron. Años más tarde ambos tenían nuevas parejas, que Luisa se negó a conocer. Esta decisión mortificaba especialmente al padre, quien a sus setenta años veía reducida drásticamente la posibilidad de encontrarse con hijos y nietos. Como era esperable, sino no se había separado de su esposa a los cuarenta años, mucho menos lo haría al final de la vida. La situación, sin embargo, le provocaba un enorme dolor.
La realidad se complicó aún más cuando el hijo mayor decidió tener más hijos con su nueva esposa. Como en ese momento Luisa estaba con algunos problemas de salud, decidieron no contarle las novedades en un intento por protegerla. El nuevo nieto nació y en la medida que crecía, se hacía más difícil ocultarlo.
La vida seguía su curso y el niño crecía sin que Luisa y su marido supieran de su existencia. Al abuelo empezó a fallarle la memoria y nunca se presentó el momento oportuno para contarles la situación.
Luisa cuidaba con fervor a su marido con Alzheimer. No quería contratar ni a una empleada, no fuera cosa que alguien se enterara de las vergonzantes situaciones que esa enfermedad generaba. Había que mantener la reputación de la familia a toda costa.
Sin proponérselo, el matrimonio se fue recluyendo cada vez más en su casa. Dada la imposibilidad de aceptar a su familia como era, Luisa y su marido se fueron quedando cada vez más solos. Si bien eran visitados, el hecho que los hijos no pudieran ir con sus parejas o nietos reducía severamente el tiempo que podían dedicarles.
Un matrimonio culto y de buena posición económica, en vez de tener una vejez rodeada por el afecto de familiares, terminaba solo y encerrado entre cuatro paredes.
El marido habría desarrollado Alzheimer para desconectarse de la dolorosa realidad?
“Ella se volvió hipoacúsica. Si hubiera sido capaz de escuchar, tal vez no hubiera necesitado quedarse sorda. Ante la imposibilidad de hacerlo, no era descabellado pensar que el cuerpo humano, en su infinita sabiduría y capacidad de adaptación, hubiera obrado los mecanismos necesarios para que la realidad no siguiera contrariando a la pobre Luisa”.