Apostar por lo que tenemos seguro no siempre es la mejor opción
Buscas crecer y el vehículo es emprender algo nuevo, algún negocio, deja a un lado tus miedos y así tendrás éxito
Alfredo había venido del interior con una mano atrás y otra adelante. Después de deambular por varios empleos precarios, consiguió entrar en una empresa prestigiosa: el diario más importante del país. Pasó por varias áreas hasta que finalmente encontró su lugar como periodista.
A fuerza de talento y capacidad de trabajo, se fue abriendo camino en la redacción. Su mirada, diferente a la de la mayoría, siempre lograba llamar la atención de los lectores, y en especial, del director del diario. Fue pasando por diferentes secciones hasta que recaló en Economía.
Paralelamente, fue intentando varios emprendimientos. La paga en el diario era muy mala, ya que al ser reconocido como una escuela de periodismo, abusaba de su posición dominante. Como si le dijera a sus empleados: “encima que vas a aprender, quieres cobrar…” Por esto, los periodistas se enfrentaban con el dilema de hierro de resignarse a vivir con lo justo o buscar el dinero afuera.
Alfredo, quien tanto había sufrido de chico, soñaba con un futuro próspero que exorcizara los demonios de la inseguridad y la escasez vivida en el pasado. Y el dinero era la mejor cura para esos males.
Su gran habilidad comercial y su calle -propia de todo sobreviviente-, hicieron que todos sus negocios le dejaran plata. Ninguno lo iba a convertir en millonario, pero gracias a ellos hasta cuadruplicaba sus ingresos en el diario. Y el efecto adictivo del dinero se fue enraizando en su persona. Cuanto más dinero ganaba, más quería ganar. La riqueza le prometía la seguridad, la certeza. Dejar atrás aquellos dolorosos fantasmas de la infancia, en donde todo era incertidumbre.
La vida en el diario la sobrellevaba con tensiones crecientes. Por un lado, disfrutaba el prestigio de ser un periodista destacado en el periódico más importante. Como contrapartida, quería ser libre, y no ser valorado solo por trabajar en esa empresa. Como subeditor de Economía era cortejado por empresarios importantes para que escribiera bien de ellos y de sus empresas. Con frecuencia lo invitaban a fastuosos viajes que Alfredo disfrutaba a medias. Por un lado, le encantaba conocer otras ciudades y países, en turismo 6 estrellas. Pero lo ponía de muy mal humor saber que eso era, en cierto sentido, prestado. El día que dejara el diario, todos esos viajes y esa seducción de empresarios de alta gama se esfumaría. Comprendía que ahí estaba la paga oculta del diario; beneficios de pertenecer a una corporación. Pero Alfredo estaba determinado a ser libre.
Todos los emprendimientos en paralelo que había encarado tenían el mismo estigma: recibían generosos apoyos de empresas y anunciantes, por la simple razón que él era un periodista estrella de un medio clave. Alfredo estaba convencido de que el día en que dejara el diario, todo ese apoyo desaparecería junto a las invitaciones, viajes y otras modalidades de seducción. Y esa vulnerabilidad lo angustiaba mucho.
Con la serendipidad que ocurre en todos los buenos negocios, Alfredo encontró un nicho auspicioso. A fuerza de ver muchas noticias de un sector industrial, se le ocurrió crear un medio especial dedicado al rubro. Pero su idea no era hacer una publicación más, sino una que revolucionara la comunicación sectorial.
Acostumbrado a la doble vida entre el diario y otros emprendimientos, no le costó poner este proyecto también en marcha. A los pocos meses sintió que por primera vez estaba frente a una oportunidad y que sus sueños de libertad eran posibles. El emprendimiento crecía y crecía, a punto tal que Alfredo decidió dejar otros proyectos rentables, para concentrarse en éste que tanto prometía.
Al año, su vida era de una dualidad insoportable. Se vestía con ropa vieja para que en el diario no notaran su evolución patrimonial. Aunque no se había comprado el auto de sus sueños para no quedar tan expuesto con sus compañeros, había adquirido uno que era completamente inaccesible para un periodista. Para minimizar suspicacias, lo estacionaba lejos del diario, no fuera cosa que alguien lo viera arriba de esa nave. Luego, caminaba 6 cuadras desde el remoto garage hasta su empleo.
Su vida en la redacción no era más sencilla. Llegaba al mediodía, se quedaba una hora, y luego simulaba ir a comprar cigarrillos dejando todas sus pertenencias en el escritorio mientras se iba a su oficina clandestina en donde desarrollaba su emprendimiento. El truco funcionó bien durante días, semanas, y hasta algunos meses. Pero después, sus jefes y compañeros empezaron a desconfiar.
Las ventas de su proyecto seguían creciendo y Alfredo ya planeaba el desembarco en otros países de la región. Conoció la gloria, cuando se enteró que el director comercial del diario compraba su publicación para mostrarla ante toda la gerencia de ventas como el ejemplo a seguir. Él, un hombre hecho de abajo que había venido del interior sólo con sueños y sufrimientos, era el ejemplo -clandestino- de semejante corporación. Le hubiera encantado que la dirección del diario lo convocara para que él le explicara a los gerentes cómo hacer un desarrollo exitoso. Pero claro, era sólo una fantasía ya que la doble vida le imponía mantener su anonimato al frente de esta publicación que estaba revolucionando el mercado.
La pregunta de cuándo soltar amarras y dejar el diario estaba flotando en el aire, pero Alfredo ni se animaba a enfrentarla. Ese útero gigante que son las corporaciones, protegen a los hombres de sus miedos más ancestrales. Y abusan de esa protección. Y los hombres cual ovejas, aceptan esa protección, omitiendo que el precio que pagan por ella es carísimo: su propia libertad.
Una mañana, mientras hacía números en un café, Alfredo cayó en la cuenta que su empresa facturaba 50 veces lo que le pagaba el diario. Sonrió. Ya no necesitaba ese empleo. Sin embargo, se dio cuenta que no podía dejarlo. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? No sabía. Sólo sabía que sentía miedo. Aguantaría todo lo posible hasta ver con claridad como seguir. Sintió que estaba cerca de la meta. También sintió que la realidad podía volver a correrle el arco.
Ese día, cuando llegó al diario, no pudo llevar a cabo su irregular rutina de dejar sus pertenencias e irse. El presidente de la empresa lo esperaba para hablar. Pese a los recaudos de Alfredo -que en su revista figuraba con un pseudónimo-, ya todo el mundo sabía que ese exitoso medio era de él. Y el presidente del diario también.
La conversación fue breve: estaba despedido y tenía que pasar por el departamento de recursos humanos para su liquidación final. Alfredo percibió que el presidente tenía cierta envidia de su crecimiento.
El diálogo con el gerente de personal fue más ameno, quien le contó que le correspondía una jugosa indemnización. Sin embargo, Alfredo no estaba nada exultante. Regresó despacio a la redacción, juntó sus pertenencias, y saludó brevemente a su jefe. Los demás saludos quedarían para otro día.
Cuando salió del diario, recordó que en ese momento su emprendimiento le dejaba 10 veces más dinero que su empleo. Por otra parte, la indemnización equivalía a dos años de trabajo, así que estaba en una posición inmejorable. Sin embargo, sintió miedo. Pensó en la obra social que le garantizaba el diario. ¿Qué le pasaría si a su emprendimiento le iba mal? ¿Quién velaría por su salud?¿Quién lo cuidaría? La racionalidad se impuso, y se dio cuenta que sólo con la indeminzación podía pagarse la prepaga de los próximos 10 años. Sin embargo, el miedo seguía ahí. Se sintió indefenso. Las circunstancias lo había lanzado al ruedo, y los seres humanos nunca se sienten emocionalmente preparados para ello. Por suerte, a la vida no le importan los miedos de los hombres.