¿Cómo se vive en San Pedro Sula que ya no es la ciudad más violenta del mundo?
En solo un año, la capital industrial de Honduras logró reducir la tasa de muertes violentas en más de la mitad, según cifras oficiales
Es lunes por la noche y un conocido restaurante cerca del centro de San Pedro Sula muestra un lleno más que aceptable.
Pero Orlando, uno de los meseros de Chedrani, dice que entre semana se ven menos clientes que antes.
Aunque si la gente sale menos por la noche es, según él, debido a “la situación económica” y no por el miedo a la violencia que tradicionalmente ha caracterizado a esta ciudad en el norte de Honduras.
“Yo creo que la gente ya no sale con tanto miedo como hace unos años. Yo mismo cuando acabo mi turno, me voy a la disco a bailar con compañeros… y puedo estar hasta las 2:00 o 3:00 de la mañana”, asegura.
Mientras, a pocas calles de allí, decenas de personas caminan y hacen ejercicio en ropa deportiva en un bulevar de Los Andes, un barrio de clase media.
Esta vía, conocido como el ‘Paseo de los caminantes’, sirve desde hace unos años como pista improvisada para aficionados que quieren hacer deporte a primera y última hora del día.
Cualquiera de las dos escenas puede no llamar nada la atención en otro país. Pero sí en la que hasta hace muy poco era identificada como “la ciudad más violenta del mundo”.
“¿Ve? Mire cómo están construyendo malls [centros comerciales]. Si siguiéramos con los problemas de antes, no habría tanta inversión”, dice Daniel Hernández mientras señala varias obras en una zona cercana al aeropuerto.
Hernández trabaja conduciendo una de las ambulancias del servicio de emergencias que operan desde hace menos de un año en la región —antes eran los bomberos o los propios familiares quienes debían llevar a los heridos al hospital—, y cuenta que en este tiempo nunca le tocó trasladar a una víctima por armas de fuego.
“Por supuesto, sigue habiendo delincuencia, pero estamos mucho mejor. Es que antes estábamos muy desordenados”, afirma.
Las cifras oficiales también apuntan en esa dirección.
Tras cuatro años reconocida como la ciudad más peligrosa del planeta (de 2011 a 2014), la tasa de homicidios de San Pedro Sula se redujo radicalmente el año pasado, cuando descendió del tercer puesto de la lista hasta el número 26.
Según el Observatorio Nacional de la Violencia de Honduras, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes en esta ciudad se redujo de 107 a 52,5%. En solo 12 meses.
Pero, ¿se percibe un cambio real desde que San Pedro es, al menos oficialmente, una ciudad notablemente menos violenta?
BBC Mundo viajó hasta la conocida como ‘capital industrial’ de Honduras para comprobarlo.
Y lo cierto es que bastan pocas horas para entender que, aunque se identifican signos de mejora, la ciudad dista mucho de ser considerada un lugar seguro por sus habitantes.
Calles desiertas
Un grupo de músicos toca una versión de “Sopa de Caracol” con marimba —una especie de xilófono muy típico en el folclore hondureño— y decenas de personas bailan y disfrutan de la actuación en el parque central de San Pedro Sula.
En cuanto comienza a oscurecer, las calles del centro quedan prácticamente desiertas. El que sale, lo hace siempre en automóvil.
Definitivamente, la imagen no ha cambiado demasiado en comparación con la que se podía ver aquí hace unos ocho años.
“Sí, las noticias dicen que la cosa está mejor. Pero si antes mataban a 100 y ahora a 50, yo desde luego no me voy a arriesgar a comprobarlo saliendo por la noche y ser uno de esos 50”, confesaba serio José mientras recogía su puesto de venta de dulces antes de que cayera la noche.
“Siguen siendo muchos. Mejor no”, añadía antes de iniciar su regreso a casa.
Y esta percepción de José es, probablemente, una de las que mejor resume el sentimiento general que transmiten muchos sampedranos.
Lucha por territorios
“La seguridad sigue estando igual, pero la gente se cree lo que tiran en los medios de comunicación nacionales, de que todo ha mejorado… cuando uno solo tiene que salir a la calle para comprobar la realidad, de que lo pueden matar por un celular o 1.000 lempiras (US$42)”.
Quien habla es Kelvin Enamorado, un joven de 27 años de Chamelecón, una de las áreas de la ciudad más castigadas históricamente por la violencia, la pobreza y con alta concentración de pandillas.
Nada más llegar a su barrio, impresiona encontrar un retén de la policía militar vigilando cada entrada y salida en la única vía de acceso al sector. “Aquí pasan 24 horas”, cuenta.
Enseguida, nos recomienda bajar las ventanillas del vehículo. “Las tiene transparentes, pero por decir que no tenemos nada que esconder…”.
En el ambiente se respira una especie de calma tensa. “Desde que entramos hay chavos vigilándonos, sobre todo muchachas”, nos cuenta. Uno no los ve, pero saben que están ahí.
Una carretera en el barrio sirve de frontera entre los territorios de las dos pandillas dominantes en Chamelecón: la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18.
La libre circulación entre una zona y otra sigue estando muy limitada para los vecinos.
“Observadores” en las escuelas
Esa realidad la conocen bien en el Instituto Técnico Chamelecón, un centro de oficios para mayores de 12 años.
Su ubicación, justo en el límite entre los territorios de ambas pandillas, les llevó incluso a abrir una puerta en un lateral para evitar que los alumnos de una zona tuvieran que cruzar al “territorio contrario” para acceder por la entrada principal.
Durante los últimos años, miembros de las pandillas entraban por la parte trasera del colegio y permanecían en el patio a la búsqueda de nuevos miembros. Otros vigilaban desde la entrada.
Roger Castro, el director del centro, asegura que “no eran muchos” los alumnos con los que estas personas tenían contacto.
Pero reconoce que, en muchos casos, esos estudiantes “desaparecían” a los pocos días. No volvían a la escuela y el centro “no puede investigar” el motivo, dice.
Castro asegura que en el último año son muchos menos los “observadores” —como califica a estos jóvenes— que se cuelan en el centro. Dice que la situación en el sector está más tranquila y también se comienza a reflejar en la escuela.
“En 2013 teníamos 150 alumnos. Este año tenemos 210. Es la primera vez que tenemos una subida”, dice con una sonrisa cargada de esperanza.
Pero lo cierto es que aún falta mucho para llegar a la ocupación plena del centro de 400 alumnos.
El eterno estigma
Kelvin se queja de que por las noches uno no pueda salir en Chamelecón.
“A partir de las 19:00 no hay buses, los [taxis] colectivos acaban a las 21:00… Y si tienes vehículo propio, también estás limitado porque la mayoría de enfrentamientos se dan en la noche”.
Seguimos recorriendo el barrio con él. Varias viviendas se ven vacías y completamente saqueadas. “Por el tema de las pandillas tuvieron que huir y dejaron las casas botadas”.
Dice que él no sufre tanto la limitación de tránsito entre zonas gracias a su labor en Warriors Zulu Nation, una organización que promueve la convivencia a través de la cultura del hip hop entre los más jóvenes: rap, grafiti, break dance…
“Si te crees débil como una sola hormiga… no estás solo hermano, somos todo un hormiguero. (…) Educación, techo y comida también meto. Música, papel y tinta, y con eso estoy completo”.
Tras recitar unos versos, lamenta que “Chamelecón es un sector muy marcado por el tema del conflicto entre pandillas pero también tiene un potencial exagerado. Solo que se tiene un concepto preconcebido de los jóvenes, de que somos delincuentes”.
“Fronteras invisibles”
También en el sector Rivera Hernández, otro de los tradicionalmente más afectados por la violencia, saben lo que es sentirse prejuzgado y tener menos oportunidades a la hora de, por ejemplo, buscar un empleo.
“Solo por el hecho de ser joven aquí, creen que uno ya es marero. Y en eso trabajamos, para quitar el estigma de nuestra juventud”, asegura Kevin Lago.
Pero este joven de 18 años, que lleva casi toda su vida siendo voluntario en centros comunitarios para jóvenes dirigidos a prevenir la violencia con el apoyo de la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional y la Fundación para el Desarrollo de Honduras, sí cree que se están dando pequeños pasos por la seguridad.
Dice que desde 2016, gran parte del sector fue iluminado y algunos negocios y puestos de comida que cerraban a las 18:00, ahora permanecen abiertos hasta cuatro horas después.
“Ahora transitamos por la calle, podemos decir que… libremente”, afirma.
Pero no suena del todo convincente. Cuando le pregunto hasta qué punto llega esa libertad, responde: “Bueno, hasta no meternos en territorio de otra pandilla. Esas ‘fronteras invisibles’ siguen existiendo”.
En Rivera Hernández conviven hasta cinco pandillas, y el parque en que nos encontramos charlando es casi el punto en que confluyen los límites territoriales de todas ellas.
Pero Kevin, que fue víctima de estos grupos en su niñez —”por no querer ingresar en las pandillas, fui abusado por ellas”, dice sin entrar en más detalles—, asegura que este lugar inaugurado hace menos de tres años “es seguro”.
“La gente viene al parque incluso más en la noche. De veras, las cosas van cambiando”.
Hospitales militarizados
Hace unos años, era común leer en los medios que la morgue y centros médicos de San Pedro Sula estaban prácticamente colapsados por casos de víctimas de muertes violentas.
Ahora, en el hospital Mario Catarino Rivas aseguran que fue “hace unos tres años” que comenzó a bajar el número de ingresos de heridos por arma blanca o arma de fuego.
Sin embargo, que el hospital más importante de la ciudad tenga cada vez menos constancia de este tipo de casos no quiere decir que no existan.
En los casos de enfrentamientos entre pandillas, por ejemplo, es frecuente que los heridos sean trasladados a clínicas privadas más pequeñas para evitar ser localizados.
Entrar al hospital Mario Catarino Rivas no es tarea fácil. Un amplio despliegue de agentes de seguridad interroga y revisa a cada persona que intenta acceder al centro por sus distintas entradas.
“Había una banda que se encargaba de entrar a los pisos, desconectar a los pacientes para promover la compra de ataúdes y negocio de las morgues”, recuerda la encargada de relaciones públicas del centro, Julia Sánchez.
Fue a raíz de esa investigación que el hospital “se militarizó” en 2014. Y esto, junto a otras medidas de seguridad para evitar ingresos indeseados, “ayudó enormemente a la seguridad de la institución”, según la portavoz del hospital.
La policía militar
Si bien la población de San Pedro Sula no parece ser unánime sobre qué tanto se nota en su día a día la reducción de homicidios, en lo que sí coincide una gran mayoría es en señalar la causa principal de que esto haya podido ocurrir: la Policía Militar del Orden Público.
Esta fuerza, creada para llevar a cabo “operaciones dirigidas a combatir el crimen organizado y la delincuencia común”, patrulla las calles de Honduras desde 2013.
“Está resultando porque agarran gente. Hay más confianza en ‘los verdes’ [los militares] porque ellos no agarran pisto [dinero]”, opina el conductor de ambulancias, Daniel Hernández, sobre lo que llama “mano dura” de esta fuerza policial.
Pero que se le atribuyan muchos de los méritos de la disminución de violencia no quiere decir que su labor sea apoyada por todos.
Organizaciones sociales criticaron duramente su puesta en marcha al considerar que sus miembros no están preparados para desempeñar labores de seguridad pública y tratar con población civil.
“Nosotros no nos opusimos, pero decimos que esto tiene que tener un límite de tiempo y que se debe desmilitarizar la sociedad”, dice el presidente del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Honduras (CODEH), Hugo Maldonado.
Sin embargo, califica de “paradoja” lo que está ocurriendo, ya que reconoce que “la gente pide que la policía militar siga en las calles, que vigile más sus barrios, padres pidiendo que resguarden las escuelas… y eso me desconcierta”.
Nueva política penitenciaria
También son numerosas las críticas y quejas por el modo en que realizan su trabajo.
De hecho, el “alto número de denuncias contra la policía militar” obligó a crear una unidad fiscal específica para investigar las vulneraciones que este cuerpo pudiera realizar contra la ciudadanía, tal y como recuerda la fiscal adscrita a la Fiscalía de Derechos Humanos en San Pedro Sula, Kenya Cerna.
BBC Mundo intentó conocer la visión de la policía militar sobre su papel en cuanto a la reducción de violencia en San Pedro Sula, pero entrevistas con distintos voceros fueron canceladas hasta en dos ocasiones.
Tampoco pudo visitar las enormes instalaciones que en 2015 inauguró en pleno sector de Chamelecón, con una extensión de 10 manzanas y 28 edificios.
El cierre a finales del año pasado de la cárcel de San Pedro Sula, que llegó a albergar un número de presos hasta cinco veces mayor que el de su capacidad real, es también señalado como otra de las causas que contribuyó a mejorar la seguridad.
Los reclusos de mayor riesgo fueron trasladados a tres nuevos centros de máxima seguridad, donde no reciben visitas ni tienen acceso a objetos como teléfonos celulares con los que antes podían dirigir las extorsiones desde dentro de la cárcel.
Las autoridades también consideran que el proceso de depuración policial —se expulsaron a casi 4.500 agentes entre 2016 y 2107— ayudó a que la población recuperara parte de la confianza perdida en esta institución salpicada históricamente por la sombra de la corrupción.
Víctimas de extorsión
“Está esto ahorita como que no se ha definido, está uno como esperando a ver si ganan los delincuentes o ganan los militares”, dice Andrés Pavón.
Este responsable de una correduría de seguros mantiene una animada tertulia sobre política con otros hombres en el café-restaurante del Gran Hotel Sula, en el centro de la ciudad.
Ante un café, la prensa del día y bajo el aire acondicionado con el que escapar de los agobiantes 30 grados del exterior, Pavón afirma que las empresas siguen viviendo una situación crítica por las extorsiones que sufren para pagar el llamado ‘impuesto de guerra’, con el que las pandillas se financian en parte.
“Hay gente que tiene negocios que ahora dice que está volviendo a pagar, y otros dicen que mejor cierran y se van de allí. Eso sí ha subido”, cuenta.
Sin embargo, el número de quejas para denunciar extorsiones que el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Conadeh) recibió el año pasado en todo el país fue similar al de 2016.
De nuevo, comerciantes, transportistas y conductores de vehículos fueron los grupos de población que más sufrieron esta práctica.
“Oír, ver y callar”
Muchos sampedranos aseguran tener ahora algo más de confianza en las autoridades para denunciar.
Dicen que si se llama al 911 no se le pide más que la información imprescindible y se garantiza su confidencialidad.
Otros, sin embargo, optan por seguir pagando a los grupos criminales para evitar posibles represalias.
“Aquí no ha cambiado nada. La extorsión sigue en todos los ‘puntos’ donde hay muchos taxis”, dice un taxista a las afueras de un conocido centro comercial de la ciudad.
A cambio de no desvelar su identidad, reconoce que en la flota de 40 vehículos en la que trabaja se paga un total de “unos 150.000 lempiras (US$6.330) cada mes” a dos pandillas distintas.
En los siete años que lleva trabajando aquí, nunca ninguno de sus compañeros se negó a abonar la cantidad. “Porque si lo haces, ya sabes lo que te toca”, dice.
“Solo hablar de esto, ya es arriesgado”, dice nervioso. “Uno nunca sabe si lo están mirando o si entre los propios taxistas hay algún infiltrado. Aquí uno aprende a oír, ver y callar”.
Preguntado por si no pensó nunca en cambiar de profesión, sonríe. “Yo me fui cuatro veces de ‘mojado’ [ilegal] a los Estados [EE.UU.]. Pero aquí me devolvieron, es lo que hay”, concluye resignado.
Abandonar San Pedro Sula con una idea clara de qué tanto ha mejorado la seguridad en la vida de sus habitantes es realmente difícil.
Orlando, el mesero de Chedrani, es optimista. “Lo que tenemos es puro estigma, y nos costará mucho quitárnoslo. Pero, poco a poco, se va a conseguir”, dice.
Definitivamente, el miedo y la desconfianza aún tardarán años en abandonar la que durante mucho tiempo fue etiquetada como “la ciudad más violenta del mundo”.
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