No pierdes nada con volver a intentarlo
Fracasar duele, pero las cosas buenas llegan si lo intentas de nuevo
“A veces, una batalla lo decide todo, y a veces la cosa más insignificante decide la suerte de una batalla” Napoleón
Estaba por terminar mi último año en jardín de infantes. Para el acto de cierre, se preparó un show y mi maestra decidió que yo personificara a la Alegría. Sentía un orgullo inmenso.
En las semanas siguientes preparamos disfraces, escenografías, guiones. Mi vestimenta era un enterizo, todo blanco, de una tela elastizada que mucho no me convencía. Todo blanquito, con la ropa pegada al cuerpo y las zapatillas también blancas me parecía que era de nena. Igual, como todavía tenía cinco años no me dio para decir que no. Por otra parte, la clave era la máscara.
No se trataba de una máscara para ponerme sino que tendría que levantarla con mis brazos, porque era mucho más grande que mi cabeza. Era una cara con una sonrisa enorme, que emocionaba.
Durante varios días trabajamos con ayuda de la maestra y su asistente, para que cada uno hiciera su propia máscara. Ellas nos trajeron el diseño, y los materiales: un cartón grande, lápices, crayones, papel, adhesivos. Una vez hecho el boceto, vino nuestra parte de poner manos a la obra. Cortar papeles de colores, pegarlos, pintar. Con algo de talento y mucho esfuerzo, mi máscara de la Alegría quedó divina. Recibí varias felicitaciones que me dejaron aún más orgulloso.
Los semanas siguientes practicamos toda la coreografía. Estaba feliz corriendo por el patio, con todo mi traje y personificando a la Alegría.
La escenografía era muy linda, y las distintas canciones muy emotivas así que los niveles de sensibilidad aumentaban.
Finalmente llegó el día D. Después de las breves palabras de la directora nos dieron una medalla a cada chico, entre besos y fotos. Luego vino un golpe bajo:
-Este regalo que no se lo van a olvidar jamás, dijo.
Nos hicieron formar una ronda, tomarnos las manos y cerrar los ojos. Mientras esperábamos a oscuras, con mi mano derecha apreté fuerte la de mi mamá, para asegurarme que era ella. Me devolvió el apretón.
Esta parte del show era un secreto del que no estábamos enterados ni nosotros. En ese estado empezó a sonar una música maravillosa, que nunca pude averiguar su nombre pero que hasta el día de hoy, las pocas veces que la escuché nuevamente me llevó inmediatamente a aquél momento.
“Así nos quedamos, tomados de las manos, con los ojos cerrados y las emociones a flor de piel. Cuando terminamos pude ver a mamá con sus ojos llenos de lágrimas”
En ese estado de hipersensibilidad vino el plato fuerte de nuestro show. Todos bailamos y corrimos con nuestras máscaras, improvisando nuestras coreografías. Mi alegría era tan grande que mi máscara estaba de más. Bastaba con verme la cara para percibir con claridad qué representaba yo.
En ese estado de euforia estuve junto a mis compañeros, los veinte minutos que debe haber durado el show. Cuando terminó, fue nuevamente la hora de las felicitaciones y abrazos.
Más allá de todos los mimos que me hizo mi mamá diciéndome lo de siempre -que era espectacular, un genio-, varios otros padres vinieron a felicitar a mi madre por el talento de su hijo. Y que la personificación de la Alegría no podía estar en mejores manos.
Cuando todo iba terminando yo todavía estaba con la máscara en la mano. Las maestras nos habían dicho que no nos olvidáramos de dejarlas en el aula antes de irnos. Pero como se trataba de una máscara de cartón y hecha por nosotros, en el medio de tantas emociones me dieron ganas de quedármela.
Así que antes de despedirnos, fui corriendo a ver a Susana, mi maestra.
-Puedo quedármela?, le pregunté con una sonrisa más grande que la misma máscara.
Ella que estaba sonriendo entre padres, se puso seria y me dijo:
-No se puede; dejala en al aula.
Aquél “no” me desparramó. Fue como chocar con un camión Scania de frente, manejando a doscientos kilómetros por hora. Tan duro, que no me dio ni para insistir. Los argumentos lógicos de que la había hecho yo, de que no costaba nada, o de que difícilmente la volvieran a usarla, no pudieron salir de mi boca y solo quedaron apretujados en mi corazón.
Caminé hasta el aula mirando el piso, y la dejé con otras máscaras que ya había dejado antes varios compañeros. Volví a buscar a mi madre como anestesiado. Con ese “no” entregué no solo la máscara de la Alegría, sino mi alegría.
Esa tristeza duró poco. Lo que no duró poco, en cambio, fue mi miedo a pedir algo.
Aquél día, dolorosamente, aprendí que pedir era muy peligroso. Te podían decir que no. Peor aún, te pueden decir que no innecesariamente. Aunque siga sin comprenderlo, pueden negarte algo que no les cuesta nada.
“A veces una batalla lo decide todo, y a veces la cosa más insignificante decide la suerte de una batalla”, decía Napoléon.
Como una vez pedí y me dijeron que no, nunca más volví a pedir.
Tardé unos treinta y cinco años en dejar esa experiencia atrás y volver a pedir. Al principio fueron pequeñas cosas, después algunas más importantes.
¿Por qué será que los seres humanos solemos sobreponernos a los golpes pasándonos al otro extremo? Como nos dijeron que no, nunca más pedimos nada. Como sufrimos por amor, no queremos volver a enamorarnos. Como fracasamos, no queremos volver a intentarlo.
Y nos quedamos ahí, seguros.
Y sin vida.