Calvet: arquitecto del caos
Es dentro de ese teatro de las indefiniciones: mainstream-outsider, nicaragüense-francés, urbano-rural, repulsivo-atractivo, que Jean Marc Calvet elabora las coordenadas de su identidad visual.
“Genial hijo bastardo mutante de algún inesperado y fértil apareamiento entre Basquiat y Keith Haring”, lo ha llamado Ed McCormack, legendario columnista de Rolling Stone y editor de Gallery and Studio Magazine; mientras Marina Hadley, galerista de Monkdogz Urban Art, compara su obra con “un musical de Broadway silente”, aludiendo a apreciarla sin escuchar su “sonido”, sin conocer el colorido background del artista francés, residente desde hace una década en Nicaragua, que lo llevó a ascender desde los más proteicos infiernos, la droga y la marginalidad, por esa líquida columna de Trajano que es al arte contemporáneo: a medio camino entre la farsa y la genialidad, lo efímero y lo eterno, lo profundo y lo banal, esos adjetivos vitales que el buscavidas Calvet conocía bien.
Jean-Marc Calvet es eso y más: un agent provocateur, un prestidigitador, un artista mutable y difícil de definir que en apenas 10 años ha logrado establecerse en plazas como New York o París, pero es sobre todo un grafómano auténtico que ha cribado una obra vigorosa y emblemática, encerrando ese caos interior en un complejo laberinto visual. “Vomitar” llama Calvet a ese proceso creativo, y nunca estuvo mejor usado el término, porque su obra es apoteosis del universo soterrado, enquistado, que el artista proyecta hacia afuera, sacando toda la furia reprimida, como invadido por una microscópica plaga de bacterias que una vez expulsadas se trasforman en las piezas de ese rompecabezas que es Jean Marc Calvet.
El mundo de Calvet es una radiografía: una voluminosa y abigarrada reproducción de su naturaleza interior, tan visceral e intensa, que el artista termina trasformado en un hombre de tela volteado al revés. Oteando ese mapa de esquirlas, en ese despliegue de consistencia y temeridad, Jean Marc Calvet nos permite atisbar lo trascendente, como se puede apreciar en su retrospectiva Between you and me (Entre tú y yo), con la que la galería MZ Urban Art de Chelsea cierra el 2015.
Como el título sugiere, este recorrido selecto, que incluye obras tempranas, como Impossible Love (medios mixtos, 2004), Ma Fille (2005) o Entre Chiens et Loups (2008) hasta su producción más reciente, viene precedido por una intensión de complicidad. Tras sentar las bases de un diálogo íntimo, o duelo entre dos mundos que por fuerza han de colisionar, entramos a esa ilusión que es hacernos pensar que cada obra encierra un mensaje encriptado que debemos decodificar. Su universo bifocal, que desde la distancia crea formas y en la cercanía dispersión, sigue, como otros críticos han notado, la misma intensión de la serie L’Hourloupe de Dubuffet, demarcando entre líneas laberínticas los campos de colores para generar un efecto cinético interior. Pero en Calvet no todo termina ahí, esos distintos planos focales pueden contener frases, grafitis, interrogantes, mantras, camuflando una ruta verbal que usa la palabra como catarsis proponiendo otras lecturas para una obra ya de por sí abierta y polisémica.
Como un Banksy llevado a la galería, la obra de Calvet es una “cita”, un fragmento de piel urbana, en la que una gráfica se acomoda sobre otra hasta (con)fundirse. Sus manipulaciones sobre portadas de revistas comerciales y de moda aluden más directamente a este efecto: posters alterados, imágenes mezcladas en la centrífuga de los collages. Una belleza “otra” que desmonta las convenciones, maquilla, distorsiona, los bellos rostros de las modelos.
A pesar de haber encontrado una identidad visual tan reconocible, su obra torpedea la estabilidad. Como arquitecto del caos, Calvet goza mutando, huyendo de la zona de confort, liberándose. Obras recientes, como La theorie de L’ecluse (Teoría de la reclusión), Going Blind (Andar a ciegas), o Bunny and Co., se apartan un poco del horror vacui neobarroco, experimentando con el contraste entre los elementos hiperestructurados y los espacios reservados, de un color sólido, en la composición.
Otro recurso es pasar de obras cartográficas, como La Caída, con su apariencia de entramado compacto, casi bordado, y que está entre las piezas más sólidas de su carrera; Entre Chiens et Loups (Entre perros y lobos), que colinda con lo abstracto, o Dans le Train de 19 Heures (A bordo del tren de 19 horas) a obras donde la pincelada más gestual propone un nuevo equilibrio, como The Three Moons (Las tres lunas) o La mentirosa, en las que Calvet revisita el bad painting, enfatiza su lado crudo, brut.
Otras veces he dicho que Calvet no pertenece a la manada de los artistas brut, aunque se aproveche del arte crudo para cocinar su estética, y su historia personal, llevada a la pantalla en el excelente documental Calvet (2011), del realizador francés Dominic Allan, le aporte ese soundtrack de outsider al que se refiere Marina Hadley. Pero hay en Calvet demasiada conciencia creativa, armonía, influencias visuales y genialidades compositivas para encerrarlo en ese limitado concepto en el que el arte es más una patología que un oficio.
El arte de Calvet puede ser perturbador, pero su enfermedad es de otra índole, su producción visual se rige por una apoteosis controlada. Esa que permite separar el arte de la grafomanía compulsiva. Su rebeldía es además potable, obsesiva, trasformadora, pero dentro de un canon. Es dentro de ese teatro de las indefiniciones: mainstream-outsider, nicaragüense-francés, urbano-rural, repulsivo-atractivo, que Jean Marc Calvet elabora las coordenadas de su identidad visual.
Al observar ese santuario del arte urbano en que se ha transformado MZUrban Art con las obras de Between you and me, otras paredes pulsan insistentes desde la memoria. MZUrban Art cierra un exitoso ciclo transformado en mímesis del club CBGB de Bowery, en el East Village, donde hace tres décadas nació una nueva cultura y una sonoridad musical de la que esta obra irreverente y poderosa indiscutiblemente se nutre y en la que encaja como el más perfecto registro visual. Y pienso en el desafío de Marina Hardley, y en que de llevar música la obra de Calvet saltaría bajo el ritmo asincopado e hipnotizante de una ópera punk rock.