Belkis Ayón: La maldición de Sikán

La impresionante obra de una de las más originales maestras del grabado contemporáneo se exhibe en El Museo del Barrio

Cuenta una de las versiones de una antigua leyenda carabalí, que una tarde la princesa Sikanekué salió a buscar agua al río y “pescó” por descuido al pez Tanze, en el que habitaba el espíritu sagrado de Abasí. Tan descomunal fue el bramido de Tanze al sentirse atrapado en el ánfora que Sikán cargaba sobre su cabeza, que la princesa la dejó caer aterrada causándole la muerte. Por culpa de esta profanación involuntaria, y para desagraviar el dios fluvial, Sikán fue sacrificada por su propio padre y la piel de su espalda usada para fabricar el parche de un tambor ceremonial (ékwe).

Sobre esa leyenda cruel, como suelen ser casi todos los mitos esenciales, se construyó una de las más enigmáticas sociedades secretas: la Abakuá o de los negros ñáñigos. En torno a ella también gira una de las obras más sobrecogedoras del arte contemporáneo, realizada por la grabadora cubana Belkis Ayón, de la que El Museo del Barrio exhibe una importante retrospectiva bajo el título “NKAME: A Retrospective of Cuban Printmaker Belkis Ayón (1967-99)“.

Desobediencia, 1998. Cortesía El Museo del Barrio

Nkame es la primera muestra itinerante de una artista contemporánea esencial, dos décadas después de su última exhibición personal en Estados Unidos —(Desasosiego/Restlessness (March 6–April 11, 1998), en Couturier Gallery de Los Angeles—, y llega a Manhattan precedida por su éxito en el Fowler Musem de UCLA, en Los Ángeles. Compuesta por piezas que su curadora, Cristina Vives, considera “el corazón de la obra” de la artista cubana, será sin dudas una de las más importantes exhibiciones del año en Nueva York.

El recorrido parte enfrentando en el mismo salón tres versiones, dos de ellas a color y una monocromática, de su colografía de gran formato La Cena (The Supper, 1991), alusiva a uno de los motivos más comunes del arte religioso, pero también al banquete de iniciación (o Iriampó) de la fraternidad Abakuá.

“La primera obra de Belkis Ayón que vi fue la versión a color de La Cena (The Supper, 1988)”, recuerda la curadora Cristina Vives en su texto Belkis Ayón Revisited en el catálogo de la exhibición. “Se estaba exhibiendo en una pequeña galería de La Havana, y aunque la artista solo tenía veinte años en ese momento, inmediatamente advertí que La Cena marcaba un antes y un después en el grabado cubano“. Tres años antes, en 1985, con solo 18 años, Ayón había decidido enfocar toda su energía creativa en desentrañar los secretos de esta sociedad mascuina y dotarla de una mágica iconografía.

Con esta obra temprana, cuyas figuras tiene proporciones casi naturales, Ayón superó las limitaciones de dimensiones que permitía la técnica en Cuba en esa época grabando y ensamblando por módulos, lo que le permitía incluso la libertad de editar versiones o modificar las piezas durante la instalación. Comparándola con otras obras notables sobre ese tema, La Cena de Ayón sintetiza la originalidad compositiva, el humanismo y la intención reformadora de la famosa xilografía de 1523 de Durero; transmitiendo esa mezcla de agitación y abulia que tiene la versión de Tintoreto atesorada en la sacristía de la Iglesia de San Esteban en Venecia; y sumando guiños estéticos que recuerdan la fantasmagórica cena de esclavos del film homónimo, de 1976, de Tomás Gutiérrez Alea. El resultado es una obra criolla, polisémical y universal que se coloca por mérito propio dentro de lo más selecto del arte contemporáneo.

La Cena, de 1991, es una de las obras más emblemáticas de la grabadora cubana.

No por apuntar a estas relaciones, conscientes o no, deja de ser una de las versiones más originales e impactantes sobre este tema que probablemente existan: moderna en su primitivo minimalismo, misteriosa, tactil y sensual por la textura visual de la técnica colográfica, cerrada en un plano medio cuyo foco es una figura lívida central —algo en ella hace pensar que estamos frente a un negativo por su blancura artificial dentro de tanta negritud—, rodeada de sombras que pasan, guerreros leopardo, siluetas tatuadas, cuerpos enfundados en escamosas pieles de serpiente. Pero sobre todo, el visitante entrará en relación con esos severos rostros de ojos vigilantes desprovistos de bocas, cardinales en la obra de la grabadora cubana, que lo acompañaran durante todo el recorrido.

La Familia, 1991

Las versiones tampoco son idénticas. Se nota la experimentación y el dominio técnico. Una de las colorafías coloreadas está montada de manera que rompe el formato tradicional sacando del cuadro el brazo de uno de los personajes y desplaza el centro focal, donde ya se advierte el uso que Ayón le destinará al grabado dentro de monumentales instalaciones. La otra explora otra paleta de colores donde dominan los ocres y terracotas. Las figuras andróginas dejan espacio para todo tipo de lecturas sobre género y relaciones de poder —Holland Cotter, entre otros, interpretan que es Sikán (la mujer) quien sustituye el lugar que en la tradición cristiana ocupa Jesucristo—, aunque en una pieza contigua de la misma época, La Familia (1991), la figura que luce esos mismos atributos (la serpiente al cuello y una espiga o espinazo de pescado en la mano) sea claramente masculina. Esto al final no es lo más importante, la ambiguedad es esencial para el discurso mistérico, y Ayón va distribuyendo estos elementos a lo largo del recorrido entre personajes de ambos sexos, incluida una temprana imagen de Sikán (1991).

Sikán, 1991.

La obra de la artista cubana consigue transmitir tensión y movimiento; y esa agitación sutil, conjuntamente con una sobrecogedora solemnidad marcará todo el recorrido de la exhición. A partir de ese instante el visitante advierte que está entrando a un espacio ceremonial que lo trasciende, una especie de recámara secreta. La composición también rompe la barrera entre la obra y el espectador, que queda estratégicamente observando la (es)cena desde el otro lado de la mesa.

Si en Mastry, la seminal retrospectiva de la obra de Kerry James Marshall, en el Met Breuer, el visitante recorría un universo paralelo diseñado como dispositivo de resistencia, para ofrecer testimonio de la rutina diaria de una raza a la que se privó de todo derecho de protagonismo y representación en el arte occidental; Nkame lo introduce a un mundo subterráneo, una catedral negra, con sus altares, sus íconos y su oscura hagiografía, rodeado de seres que comparten la visualidad monocromática y agreste de los pueblos nuba y la elegancia, casi manierista, de algunas figuras del arte religioso occidental.

La obra de Belkis Ayón trasciende los ismos y tendencias haciéndose bastante difícil de clasificar. Incluso Cotter, quien la define como una obra “visualmente hipnótica”, en su reseña para New York Times reflexiona sobre el hecho de que fuera de Cuba “el exotismo de su trabajo haya llamado poderosamente la atención, pero fuera automáticamente catalogada dentro de la categoría de ‘Arte Latinoamericano’, limitando así su alcance”. Su muerte temprana y ese ensimismamiento creativo la hicieron ubicarse en un nicho paralelo al de las grandes narrativas del arte en los noventa. Es una obra centrada en el virtuosismo del oficio y la recuperación de los grandes mitos, pero desde prácticas de bajo perfil, incluso marginales: el grabado y la narrativa religiosa de una desconocida sociedad secreta masculina de esclavos. Nuevamente la genialidad periférica es anulada por el vertiginosa tráfico de influencias de los centros de poder, que simplemente descartan lo que no entienden o aquello a lo que no le ven inmediato valor de cambio.

Incluso dentro de Cuba, su obra se ubica en una intersección, de una manera demasiado singular, afin con dos grandes líneas del arte cubano contemporáneo que se consolidaron durante la última década del siglo anterior, pero sin encajar exactamente dentro de ninguna: una que explora la representación de las expresiones de sincretismo cultural y religioso tradicionalmente marginales (Lam, Bedia, Mendive, Contino, Rodríguez Olazábal, Vincench, et al) y otra enfocada en el debates sobre la raza, el racismo y la identidad nacional, que persigue la representación figurativa del negro dentro del arte y la cultura cubana, y por ende contemporáneo (muchos de estos artistas, como Álvarez, Mariño, Elio, Esquivel, Campos Pons, Peña y la propia Belkis Ayón, han sido reunidos y exhibidos en Estados Unidos bajo el proyecto Queloides, coordinado por Alejandro de la Fuente y Elio Rodríguez).

Para colmo, la obra de Belkis Ayón no puede considerarse expresión del feminismo militante, aunque toda ella sea una de las mayores odas que artista alguno haya hecho a la mujer, pero la mayoría de las instituciones y estructuras que legitiman el arte contemporaneo piensan por etiquetas y promueven obras mucho más radicales.

Desobediencia, 1998. Belkis Ayón. Cortesía El Museo del Barrio

La transgresión de Belkis Ayón no solo se reduce a instrumentar todo un proceso de sincretización entre la primitiva imaginería abakuá y la iconografía occidental, sino en regresar al mito esencial y despojarlo de su dinámica de género, recuperando a Sikán en toda su femenina visualidad, devolviéndole una presencia no solo simbólica sino visual.

Como advierte en el catálogo de mano el crítico e investigados Orlando Hernández Pascual, Sikán hasta ese momento “solo era representada por el chivo macho (mbori) sacrificado en sustitución, o por una simple firma o anaforiana. Con la obra de Belkis, Sikán vuelve a ser una mujer“.

Pocos artistas logran convertir un concepto en toda una iconografía. El alcance de la obra de Ayón, puede medirse por ese contraste al apropiarse de un culto más caligráfico, basado en ereniyós (grafías), gandos (trazados ceremoniales), anaforuanas (firmas rituales) y sellos (identidad de las potencias) y dotarlo de todas una imaginería sobria, potente y atemporal. Para religiones tan animistas, orales y sonoras como las africanas, en la que los dioses se manifiestan más que se representan, o cuya representación es bastante lejana de la iconografía occidental, la obra de Belkis Ayón es cuando menos un desafío visual.

Como atinadamente interpreta Cotter, “la cultura Abakuá le dio a Ayón la oportunidad de invención. Una religión con una fuerte tradición oral, pero escasa representacion en imágenes bidimensionales, le dejó libertad para inventar, y al hacerlo, crear un drama visual completo, con sus dimensiones sociales e intelectuales, una alegoría moral sobre el poder y el control, escenificado en un mundo masculino, pero con una mujer asumiendo el rol central“.

Dejame salir, 1997. Belkis Ayón. Cortesía El Museo del Barrio

Esa mujer central se extenderá más allá del mito en la obra posterior y final de la artista, quien lamentablemente se suicidó en la mañana del sábado 11 de septiembre de 1999. Parte de esa serie final que cierra este recorrido, compuesta por tondos fechados entre 1997 y 1998, en los que la obra se cierra literalmente en torno a una figura femenina, que muchos han interpretado como una expresión de ese universo que angostaba su cerco y la asfixiaba, aprisionándola en una especie de túnel, pozo o abismo. Una obra que pudo haber sido un llamado de auxilio o al menos su vía de alivio o exorcismo frente a un drama personal que no lograba controlar.

Si antes se había proyectado en Sikán, ahora se convertía en Tanze, y era un pez encerrado en su ánfora, una criatura bajo la lupa, impotente y despojado de toda voluntad, que sin embargo lucha por evadir su encerramiento.

Resurrección, 1998. Belkis Ayón. Cortesía El Museo del Barrio

Antes de llegar a esta sala final, el visitante pasará por otra que representa la apoteosis de su creatividad, con retablos, altares, instalaciones monumentales, que son una asombrosa celebración al grabado. Obras que la artista consideraba parte de una serie que podría llamarse El Via Crucis, y que narraban las estaciones, estapas o capítulos del calvario de Sikán, en una transferencia de roles totalmente orgánica con Cristo, ese metarrelato del dios sacrificial que heredamos de las religiones paganas. Cristo y Sikán, cabrito y cordero, encarnarán ese encuentro con dios por la escala del sacrificio y el dolor. Entre ellas se destacan La Consagración I (12 partes, 1991), Resurreción (1998), Pa´que me quieras por siempre (1991), Nlloro (1991), que sintetiza todo el simbolismo de la liturgia luctuosa Abakuá, y Perfidia (1998).

Nlloro (Weeping, Llanto, 1991). Belkis Ayón. Cortesía de El Museo del Barrio

Especialmente esta última pieza, formada por siete módulos, no debe pasar inadvertida para el visitante. La obra, que representa ese momento climax de la tradición Abakuá: el ´juicio’ y ritual de sacrificio de Sikán, es una pieza de notable madurez, en la que podemos apreciar su versatilidad e ingeniosidad compositiva, usando el recurso de abatir y mostrar en un mismo plano las vistas posterior y frontal del cuerpo de la princesa Sikán, en una suerte de efecto de espejo, o tridimensionalidad bidimensional, que permite ganar una perspectiva omnisciente de la historia representada. Un recurso nada común dentro del arte figurativo, que puede estar influenciado por los estudios de grabado o los comics, y que es un simple ejemplo de la genialidad que uno encuentra discretamente escondida al observar cautelosamente la obra de Belkis Ayón.

Si de la espalda de Sikán salió el primer parche del tambor sagrado Abakuá, de las manos de Belkis Ayón (que lleva el nombre de Sikán como un anagrama en el suyo propio) salió la más poderosa iconografía visual del ñañiguismo que se ha haya realizado. Una mujer le dio el sonido que llama a los espíritus, otra la imagen que los revela. Siendo una fraternidad exclusivamente masculina, la historia de los Abakuá se reescribe por el eterno regreso de Sikán, su profanación, su maldición y su sacrificio, ese ciclo mágico o perverso, según se quiera ver, que Belkis Ayón fijó en las coordenadas del arte.

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