“El día que fui a prisión recuperé mi vida”
Para muchas personas, ser condenado a prisión puede ser lo peor que les pudiese haber pasado. Pero para una mujer, su condena carcelaria fue una especie de salvación
Para muchas personas, recibir una sentencia de prisión puede llegar a ser lo peor que les puede pasar en la vida. Pero cuando has experimentado abuso doméstico, como le ha pasado a la mayoría de las mujeres que se encuentran en las cárceles, podrías percibir las cosas de una manera diferente.
Mientras se encontraba sentada en el banquillo de los acusados, esperando para que el juez la enviara a prisión, Lilly Lewis no podía creer que sus ganas de reír eran incontrolables.
No entendía por qué. No eran nervios. No había nada remotamente divertido en la situación que estaba viviendo. Su abogado le había advertido que estaba buscando una sentencia de ocho años de prisión para ella.
De alguna manera, todo el caso judicial se había tornado irreal para Lilly, era como una broma grande, elaborada. Cada vez que el fiscal se paraba frente a ella y se agarraba las solapas de su chaqueta para hacer énfasis en sus argumentos, pensaba cuán absurdamente teatral era todo el asunto.
Al lado de Lilly, una de la acusadas en el juicio estaba llorando. “Tengo miedo”, le dijo entre sollozos. Lilly trató de tranquilizarla, pero no podía ver qué podía resultar aterrorizador.
Fuera, Lilly se había enfrentado a situaciones muy duras: gritos, acoso y ataques. Había sido víctima de violencia doméstica -como le ha sucedido a 75% de las mujeres que están en las prisiones de Reino Unido, según Prison Reform Trust, una organización no gubernamental que vela por los derechos de la población carcelaria.
Superó problemas de adicción y varios intentos de quitarse la vida.
En prisión, estaría segura del hombre que la había golpeado y violado, de un novio que la había apuntado con una pistola, de la pareja, que como ella dice, se aprovechó de sus adicciones y terminó también como acusado en su mismo caso.
Le quitaron sus hijos y el dolor de la separación la roía implacablemente. Entonces, quedaba una pregunta en su mundo: ¿qué más había que perder?
“Mándenme a prisión ya”, pensó. “Estoy lista, llévenme ahora”.
Había llegado el momento para que Lilly se parara en la corte y escuchara su sentencia. Tenía pantalones negros, un saco naranja y un moño postizo en el cabello. Su cabello se había vuelto delgado en las partes de su cuero cabelludo desde donde ella misma se lo arrancaba una y otra vez.
Por primera vez, pasó el fin de semana en la celda de una prisión, después de que el veredicto de culpable había sido pronunciado.
Lilly estaba vestida con una ropa gris que le entregaron y pensó cuán fácil sería caer en una rutina en ese lugar. Sería como en la escuela. Esa fue la decisión que tomó.
“Siete años”, el juez le dijo. El cargo, conspiración para defraudar y la sentencia incluía una reducción de la pena por haberse declarado culpable en el juicio.
La sonrisa no abandonaba el rostro de Lilly. “Al menos no fueron ocho años”, pensó. La mitad de siete eran tres años y medio. Si se portaba bien, podía salir después de ese periodo. Ella podía hacer eso, se convenció. Era posible.
La metieron en una camioneta rumbo hacia en inicio de su sentencia. Las otras prisioneras llamaban a la guardia de prisiones “señorita”.
“Señorita ¿falta mucho para llegar? Necesito el baño, señorita”. Lilly silenciosamente se prometió nunca hablar en semejante manera servil.
Pensó en sus cuatro hijos y en cómo soportarían estar sin ella por tanto tiempo. ¿Qué pasaría después?, se preguntaba. ¿Cuándo le darían su uniforme? ¿Qué trabajo haría en prisión?
Lilly empezó a reírse otra vez y, esta vez, tampoco entendía por qué.
Desde dentro de la furgoneta, Lilly pensó en Dios con un sentimiento de gratitud. “Me has dado todo este tiempo”, pensó. “¿Qué voy a hacer con él?”.
Lilly nació en 1971 y creció en Wirral, en el noroccidente de Inglaterra.
Era la menor de tres hermanas. A la del medio, le llevaba siete años, era la bebé de la familia. Su padre era oriundo de Ghana y su madre era blanca.
Lilly era la única niña mestiza de su escuela primaria.
A lo largo de toda su infancia fue consciente de que era diferente. En la escuela realmente no tenía amigos.
Una mañana, cuando tenía siete años, corrió hacia el parque de juegos de su escuela y un grupo de niñas hizo un semicírculo y le empezó a cantar:
“¿Dónde se fue tu mamá? ¿Dónde se fue tu mamá? Lejos, muy lejos…“.
La niñas la miraban y se reían. Ellas sabían algo que ella no.
Esa tarde, cuando su madre la recogió en la escuela, Lilly le preguntó qué querían decir las niñas con eso.
Por primera vez, Lilly cuenta, su madre le dijo que había sido adoptada. Dice que fue como si ella y su esposo la hubiesen escogido de una estantería como si se tratara de un muñequita.
Cuando la llevaron a la casa -la madre de Lilly le contó- tuvieron que quitarle la ropa que tenía puesta porque olía terrible.
Cuando Lilly la presionó para que le contara más sobre su madre biológica, sólo recuerda que su mamá adoptiva le dijo: “No te deseaba”. A su madre biológica se le dio la oportunidad de despedirse de ella y no la aprovechó. No hubo mención alguna de su padre biológico.
Lilly trató de digerir toda esa información. No podía entender por qué sus padres no la quisieron. Se preguntaba qué había causado su olor desagradable.
Intentaría verse como una muñeca porque, razonó, si se veía como la muñeca más linda de la estantería, sería escogida. Por encima de todo eso, temía que volvieran a abandonarla otra vez.
Después, cuando analizó su vida en retrospectiva, se dio cuenta de que, después de eso, nunca se pudo desarrollar emocionalmente.
El terror de ser rechazada o de ser dejada sola nunca desapareció.
Desde los 15 años, conoció el alcohol y cuando bebía no paraba. Tuvo una cadena de novios. “Me volví bastante promiscua. Simplemente sentía que era amor cuando alguien me mostraba ese tipo de afecto. Me hacía sentir como que era amada y deseada”.
Cuando su novio la golpeaba, su racionamiento era que ese era un acto de amor también.
Los guardias condujeron a Lilly al ala femenina de la prisión. La llevaron por un corredor estrecho, subterráneo. El techo era bajo y las paredes eran amarillas.
Cada cierta distancia, las puertas se cerraban detrás de ella: ¡bang!, ¡bang!, ¡bang!
“Se ve como el corredor de la muerte”, pensó.
Entró a su celda y vio las barras de su ventana, el baño de metal en la esquina.
Incluso al comparar esa celda con las de las estaciones de policías en las que había estado o las prisiones en las que había pasado algunos fines de semana antes de ser sentenciada, este espacio era austero.
Estaba “realmente” en prisión, pensó.
Una semana después, Lilly fue trasladada a otra ala. Ahora tenía una compañera de celda, una mujer que se infligía lesiones.
Lilly miraba por la ventana. Era marzo y hacia frío fuera. Podía ver a un grupo de prisioneras caminando por la nieve.
Les habían cortado el cabello y vestían uniformes rojos. Verlas les hacía recordar a los prisioneros de guerra.
Le dieron un trabajo en la recepción para dar la bienvenida a las nuevas prisioneras. Muchas de ellas eras adictas a la heroína.
Con frecuencia, venían sucias de sus propios excrementos o de haber vomitado en el viaje y tenían que ser llevadas directamente a la ducha.
Ansiosamente le decían: “Necesitamos nuestras medicinas”. Lo que querían decir es que necesitaban metadona, un sustitutivo de la heroína. Mientras esperaban, lloraban y temblaban.
Otras prisioneras sufrían enfermedades mentales. Una de ellas le daba vueltas a mechones de su cabello y después los tiraba tan fuerte que se arrancaba partes, dejando parches de calvicie. Otra mujer se chupaba la funda de la almohada y hablaba como un bebé.
Lilly no podía creer que, en 2018, estas mujeres podían estar en una prisión y no en un lugar donde obtener ayuda, pensó.
Muy rápidamente se adaptó a la rutina. Pasó de su rol de recepcionistas al de limpiadora. Eso la mantuvo ocupada. Algunas veces olvidaba en qué día estaba o qué mes era. La única fecha que le importaba era el día en que saldría de prisión y todavía quedaban años.
Nunca lloró por su sentencia. Antes de que empezara, Lilly sabía que la pasaría sola. No tendría visitas. Sus hijos le habían sido arrebatados y se le había limitado contacto con ellos desde que eso sucedió, lo cual la hizo sentirse desesperadamente triste.
Pero, pese a eso, progresó. No bebía ni consumía drogas. Tenía sobrepeso cuando llegó a la prisión, pero ahora iba al gimnasio todos los día y seguía una dieta de avena, huevos y pescado.
Leyó libros de autoayuda y escribió listas de cosas por las que estaba agradecida. Estudió y pasó sus exámenes.
Enderezar su vida era algo que ella sentía era realizable.
Tras los primeros seis meses de cumplir su sentencia, un día se sentó y le escribió una carta al juez que la había mandado a prisión. Le agradeció por lo que ella llamaba “el regalo del tiempo”.
“Mi experiencia en prisión no funciona para la mayoría, pero para mí sí”, escribió.
Para Lilly, estaba claro que el sistema hacía poco por rehabilitar a la mayoría de las mujeres que había conocido.
Parecía que a nadie se le animara a bañarse y muchas de las presas no lo hacían. Había mucho interés en que estudiaran matemáticas o inglés para alcanzar ciertos grados educativos, pero, notaba, que nadie le enseñaba a estas mujeres cómo cuidarse a sí mismas.
Las drogas parecían más frecuentes dentro de la prisión que fuera. En algunas alas del centro carcelario, las mujeres estaban encerradas hasta 19 horas al día.
Una mujer que conoció que tenía problemas de bebida se volvió adicta al opioide subutex porque no podía ingerir alcohol.
Otra le dijo que esa era su sentencia número 32 y muchas más parecían ir de condena (corta) en condena.
“No hay rehabilitación para esas prisioneras en lo absoluto. No tiene sentido hacer algo porque no pasan suficiente tiempo allí”, indica Lilly. El ministerio de Justicia británico está considerando terminar con periodos de encarcelamiento de seis meses o menos.
Lilly pensó que mientras ella estaba asimilando esa realidad, podía usar su tiempo para ayudar a las que no lo estaban logrando, aunque fuese de una manera modesta.
Había una mujer embarazada que comía muy poco. Lilly la convenció para que se alimentara mejor. Se hizo voluntaria y estaba disponible las 24 horas al día para darle apoyo emocional a otras presas. Les enseñó a otras detenidas a leer. Se convirtió en la mentora de dos presas jóvenes.
Su objetivo era tener la opción de cumplir una sentencia de prisión abierta, es decir, que la dejaran salir, tomarse un café y hasta conseguir un trabajo diurno afuera.
Pero por ahora, seguía detrás de las rejas, rodeada de mujeres con profundos problemas de adicción.
En la noche de año nuevo, escuchó una ambulancia aproximarse a la cárcel a las 8:30 pm para atender el primer intento de suicidio de la noche. A lo largo de la noche, oiría las sirenas una y otra vez.
Según hablaba con más mujeres, más se daba cuenta de que algo tenían en común: como ella, habían sido víctimas de violencia doméstica, pero se vieron incapaces de buscar ayuda.
“Las mujeres se sienten petrificadas de dar un paso adelante porque saben que los servicios sociales se involucrarán y sus hijos les serán arrebatados”, dice.
El abuso era parte de las relaciones de Lilly desde que era una adolescente. La mayor parte de su vida adulta, se había vestido con elegancia, se mostraba segura de sí misma y era sociable. Pero nadie se daba cuenta que anestesiaba su dolor cada noche con alcohol y drogas.
Una mañana, Michael (nombre ficticio) la agarró por la garganta y la lanzó por las escaleras, cuenta. Estaba embarazada. Dio a luz horas después. Las golpizas regulares comenzaron seis meses después de eso, dice.
En una oportunidad la golpeó con tanta violencia que los vecinos llamaron a la policía. Cuando llegaron, la hija de Lilly, Issy, quien cursaba la escuela primaria, les dijo: “Por favor, ayúdenme, mi mamá está muerta“.
Además de los golpes, Michael violaba regularmente a Lilly. “Si quería tener relaciones sexuales, las iba a tener”, dice. Después de cada ataque, le diría que lo sentía y Lilly lo perdonaría: “No me sentía una víctima de ninguna manera. Pensaba que esa era mi vida”.
Después de que fue encarcelado por atacarla, Lilly consiguió un nuevo novio, quien era un pandillero. “Como no me agredía físicamente, no sentía que hubiese abuso“, recuerda.
Pero aún así la apuntaba con su arma y la amenazaba con disparar. La única vez que lloró fue cuando el cañón del arma quedó atrapado en su cabello, llevaba un peinado desordenado. La abandonó poco después de que nació el hijo de ambos.
Después llegaría el hombre que se convertiría en otro acusado en su caso judicial. Ella había estado bebiendo para olvidar el dolor tanto como fuera posible. Se convirtió en su amante, le daba alcohol, la despertaba en la mañana con una copa de vino. Desaparecía por largos periodos de de tiempo sin avisar, no le decía a Lilly dónde estaba y cada vez, ella caía en depresiones hasta que él regresaba,
Ella trabajaba desde casa, aunque en ese periodo de su vida estaba con frecuencia muy borracha como para poder desempeñarse durante el día. Su pareja tuvo acceso a su computadora portátil y a todos sus correos electrónicos.
“De lo que no me di cuenta es que le reenviaba mi información, mis datos, a sus amigos”, asegura. Ellos llamarían a los clientes de la compañía para la cual ella trabajaba y los estafaban.
Lilly estuvo de acuerdo con abrir una cuenta bancaria y una compañía con su nombre. A esas alturas, tenía idea de lo que estaba pasando, pero era demasiado fácil hacerse de la vista gorda. No le estaban disparando a nadie, ni estaban matando a nadie. No se sentía que estaba cometiendo un crimen.
Lilly lo amaba, pero la gota que derramó el vaso llegó cuando le ofreció marihuana a Issy, quien tenía 14 años. Se acabó esa relación.
Lilly dice que llamó a la policía y les dijo sobre el fraude. Lo arrestaron y sabía que tarde o temprano ellos vendrían por ella. Y lo hicieron, presentaron cargos en su contra y fue dejada en libertad bajo fianza mientras se desarrollaba el proceso judicial, pero sabía que enfrentaría un sentencia larga en prisión.
La policía allanó la casa de su exnovio, el pandillero, el padre de su hijo. Dos días después, las autoridades le quitaron sus hijos.
Cometario de un portavoz del ministerio de Justicia británico:
“La evidencia claramente muestra que encarcelar mujeres puede causarle a la sociedad más daño que beneficio, pues se fracasa en cortar el ciclo de reincidencia y se exacerban con frecuencia las ya difíciles circunstancias familiares. Por eso es que hemos cambiado nuestro énfasis de la custodia a la comunidad y estamos invirtiendo en centros de mujeres que les puedan ofrecer una amplia gama de servicios de apoyo que incluyen áreas como el abuso de sustancias y problemas de salud mental. En total, hemos invertido más de US$6 millones en provisiones comunitarias dirigidas a mujeres delincuentes para asegurarnos de que a las mujeres se les está dando la ayuda que necesitan para abordar los delitos que cometen y se alejen de la vida criminal”.
En ese punto, la vida de Lilly parecía colapsar. “Sólo bebía”, cuenta. “Era arrestada cada semana”.
Intentó suicidarse cinco veces y la última vez que lo hizo, pensó cuánto dolor le habría causado a sus niños si hubiese logrado su propósito.
Fue un punto de inflexión para ella. “Desde ese día pensé: ‘Tengo un desafío frente a mí. Vamos a encararlo’“.
Había sido llevada a un refugio para mujeres donde trató de abordar su problema de abuso de sustancias con especialistas, pero cada vez que lo hacía recaía. Llegó el momento en que tuvo la determinación de estar “limpia”.
“Pensé: ‘Dios, soy más fuerte que esto. Lo puedo hacer'”, señala.
Por primera vez en su vida adulta, consiguió estar totalmente libre del alcohol y drogas. Su juicio se celebraría en seis meses.
No fue hasta el día en que fue sentenciada que supo cuánto tiempo estaría encerrada y sintió que finalmente “recuperaría su vida”.
Era un día brillante de junio y los rayos del sol entraron en la furgoneta de la prisión cuando se detuvo. Desde su asiento, en el interior del vehículo, Lilly pudo ver a prisioneras que cuidaban unas flores. Lilly había sido reclasificada como una prisionera bajo régimen abierto y había llegado a su nueva cárcel.
Rápidamente se dio cuenta de que los 20 meses que había estado en condiciones de encierro, había sido institucionalizada. Antes no veía el momento de volver a caminar libre e ir a una cafetería, pero ahora eso la perturbaba.
Ella prometió que nunca se dirigiría a los guardias carcelarios con palabras como “señor” o “señorita”, pero ahora se sentía rara cuando otras presas los llamaban por sus nombres. Y de repente parecía que nadie la necesitaba. En la prisión cerrada, ella tenía un rol. Ayudar a las presas que estaban peor que ella a que encontraron un sentido de vida, pero en la nueva prisión ¿qué haría?
Desde que se celebró su juicio, Lilly había pensado sobre sus víctimas cada día. Sus testimonios en corte, en los cuales explicaban cómo le habían robado sus ahorros y los habían despojado de su confianza, era la única parte del proceso que se sentía real para ella y dolorosa también.
“Obviamente lamento que perdieran su dinero, pero es más profundo que eso. Pienso más en lo que perdieron de sí mismos“, indica. “Estoy triste por lo que les hice personalmente”.
Las decoraciones navideñas brillaban en las vitrinas de las tiendas a medida que Lilly caminaba por el centro de la ciudad de York.
Llovía y caminaba lentamente mientras admiraba cada visión y cada sonido.
Ese era su primer día del reasentamiento, una parte del programa para reintegrarla en la comunidad. Estaba emocionada, todo se veía brillante.
Lilly navegaba por la acera con tentativa. “Disculpe, disculpe”, le decía a la gente que le pasaba por el lado. Pero su torpeza era superada por una sensación creciente de disfrute.
Se compró un paraguas rosado en un tienda y unas uvas en otra. Le preguntó algo al vendedor de un almacén, pero no sabía cómo comenzar una conversación. Se había olvidado del “Excúseme”.
Se compró un chocolate caliente en una cafetería. No podía creer que costaba más de US$4. Nunca antes había tenido que pensar en dinero.
Un hombre borracho entró en la cafetería y le dijo que era bella. Los otros clientes lo fulminaron con la mirada, Lilly le agradeció el cumplido.
Estaba feliz de que alguien notara su presencia.
Antes de regresar a la prisión esa noche, se repitió un mantra: “Amo la vida. Amo la vida. Amo la vida”.
Después de eso, se le permitió salir a trabajar. Lloró cuando colegas en uno de sus empleos la invitaron a su fiesta de Navidad.
Asumió otro rol en un proyecto comunitario como mentora de niños y jóvenes que habían sido arrastrados a actividades criminales. Quería que no cometieran los errores que ella hizo.
Su hija y ella se acercaron más que nunca. “Si una mujer está en una relación violenta y esta siendo golpeada, algunas veces es duro para ellas pensar en sus hijos porque ellas simplemente están pensando en sobrevivir”, dice Issy, de 18 años.
Para ella fue difícil la condena a prisión de su madre. Pero ahora las dos tienen el espacio para fortalecer su relación.
Hubo noches en las que se le permitió a Lilly pasar noches en la casa de su hija.
Lilly empezó a recibir ayuda psicológica para víctimas de abuso doméstico. Su terapeuta le explicó lo que era el comportamiento controlador y cómo reconocerlo. También hablaron del rol de su propia familia en su vida, el sentimiento de abandono que había sentido desde que supo que era adoptada.
La pusieron en contacto con una trabajadora social que le ayudaría a rastrear a sus padres biológicos.
Esas preguntas que la perseguían desde la infancia finalmente serían respondidas.
Le dijeron que su madre biológica había muerto algunos años antes. Pero su padre seguía vivo y recientemente había enviudado.
En la funeraria le dieron su dirección. Le escribió para decirle que no tenía resentimientos en su contra, que no lo volvería a contactar si él no quería.
Tres meses después, él la llamó. Le habló con un suave acento jamaiquino. Se enteró que había estado trabajando a 10 minutos de la escuela de Lilly, en una fábrica al lado de otra donde su madre adoptiva había sido empleada.
Le contó que su madre biológica había estado en un matrimonio en el que había violencia. Él la había conocido cuando su esposo estaba en prisión y tuvieron un breve affair.
Ella era blanca y cuando supo que estaba embarazada, sabía que tendría una hija mestiza. “Sufría de depresión, un carácter muy similar al mío”, dice Lilly.
“Su principal preocupación era mantener a su esposo feliz y eso lo saqué yo también. He hecho eso toda mi vida”. A medida que lo oía, Lilly deseaba que hubiese podido haber estado ahí para proteger a su madre.
La primera vez que conoció a su padre biológico, se sentó en su automóvil y le preguntó si podía agarrarle la mano. Ella le dijo todo: el fraude, la adicción, los hombres violentos con los que se había quedado porque había aprendido a ver su coerción y violencia como expresiones perversas del amor.
Él lloró y le dijo que lo sentía. Cuando lo llamó después, le dijo que ella era maravillosa, que sentía amor de padre por ella.
Eran palabras que había querido escuchar toda su vida.
Una tarde, Lilly estaba sentada en una cafetería en el centro de una ciudad del norte de Inglaterra. Estaba en su receso laboral y ninguno de los clientes que la rodeaban se podía imaginar que esta mujer, elegantemente vestida, regresaría en la noche a una celda de una prisión a dormir.
La libertad plena aún está lejos de ella. Pero su trabajo con delincuentes juveniles le da sentido a sus días. Su relación con Issy está floreciendo.
Por encima de todo, dice, ha descubierto algo que la eludió toda su vida, algo que había buscado pero que se veía inalcanzable: autorrespeto.
“Nunca me gusté”, indica y sonríe: “Ahora realmente me gusto”.
Puedes seguir Jon Kelly en Twitter: @mrjonkelly
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