Frodo: el heroísmo de la humildad
La obra lingüista prodigioso J. R. R. Tolkien
Érase una vez un niño que amaba las palabras, los árboles y los cuentos de hadas. Perdió a su padre con cuatro años y a su madre con doce. Se refugió en las leyendas y las lenguas, que le ofrecían nuevos hogares que habitar. Llegaría a comprender una docena de idiomas y a crear sus propias lenguas. Con treinta y tres años, este lingüista prodigioso, J. R. R. Tolkien, era catedrático de Anglosajón en la Universidad de Oxford. Allí enseñaría durante décadas las lenguas germánicas y sus cantares de gesta: el Beowulf, el Cantar de los Nibelungos, las Eddas, el Kalevala, etc.
Los héroes grecolatinos habían destacado por su orgullo y sus cualidades excepcionales: Aquiles, que “rompe filas de guerreros y tiene el ánimo de un león”, es el “más valiente” y el “mejor de los aqueos”. Hércules posee una fuerza y un arrojo sobrehumanos. Lo mismo observamos en los héroes de la épica medieval. En Beowulf, el héroe se vanagloria de sus cualidades: “desde muy joven el valor me deparó la fama”; “mi fuerza en el mar es insuperable”; “solo al furor de mis manos deberá la bestia someterse”; “mío será el deber de una gesta”.
Nietzsche propondrá un nuevo modelo de heroísmo, el “superhombre”, que hinca sus raíces en los héroes griegos y germánicos paganos. Afirma: “¿Qué es bueno? – Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre”. Por ello, desprecia la compasión cristiana (“los débiles y malogrados deben perecer”) y ensalza−como luego harán el futurismo y el fascismo− la guerra, la virilidad y el poder.
Tolkien luchó en la Primera Guerra Mundial. Allí, en “el horror animal de la guerra de trincheras”, perdió a muchos amigos. Frente a las glorificaciones falaces de la guerra, sabía que “las guerras siempre se pierden y la guerra siempre continúa”. En las trincheras había sido testigo de incontables héroes humildes, frágiles, desconocidos, que vencían sus miedos y desafiaban los mayores peligros para realizar su misión.
Tolkien compone en el Señor de los Anillos (1955) una oda al heroísmo de la humildad: el heroísmo del hombre y la mujer corrientes. Es cierto que desfilan en la obra guerreros portentosos. Pero será una chica (Éowyn) quien venza al mortífero Señor de los Nazgûl. Y serán dos “hobbits” pequeños y hogareños (Frodo y Sam), sin ninguna cualidad extraordinaria, quienes cumplan la misión esencial (destruir el Anillo Único, que enloquece a todos con su poder). Frodo confiesa: “No estoy hecho para misiones peligrosas.
¡Ojalá nunca hubiera visto el anillo! ¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?”. Y, cuando logre su misión, reconoce que “no hubiera llegado lejos sin Sam”, su jardinero y amigo fiel. El nuevo heroísmo que dibuja Tolkien no se basa en lo extraordinario, en el poder solitario y dominador, sino en la amistad y el servicio a los demás. Como afirma en la obra el hada Galadriel, “incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro”.
Enrique Sánchez Costa es Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (UPF, Barcelona). Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura (UDEP, Lima). Autor de un libro (traducido al inglés) y de una docena de artículos académicos de literatura comparada y crítica literaria.