Cuando ayer era mañana
Nadie se salva del reloj, pero cada uno lo siente más largo o corto, según lo que está viviendo y ansiando
EFE.- Una de las sensaciones más extrañas de los últimos meses ha sido la relación que hemos establecido -más allá del clásico amor y odio- con el tiempo, el recurso más valioso, implacable e igualitario, que reparte kilos extras, calvicies, canas, arrugas y, a veces, sabiduría.
El pasado se acumula, el presente exige y el futuro reta; y así vamos por allí echando culpas a “la falta de tiempo”, viendo al “mañana sábado” volverse “anteayer” en un suspiro.
Y ahora de repente el tiempo parece sobrarnos, este 2020 pandémico ya nos luce eterno y añoramos las rutinas: los bostezos apretados en el Metro, los cines llenos de espectadores fastidiosos, las aeromozas antipáticas o los helados que se derriten mientras esperamos por un asiento libre.
Los momentos son en teoría iguales, pero se perciben con marcada diferencia: un segundo para un nadador es tan vital como un minuto para quien corre a atrapar el último tren, una hora para amar furtivamente, o un día esperando un trasplante de riñón, el cheque de la pensión o una apelación judicial.
Nadie se salva del reloj: el resto de la humanidad pasa por ese mismo período, pero cada uno lo siente más largo o corto, según lo que está viviendo y ansiando.
Y así, en lo que parece haber sido un pestañazo, ya otra vez EEUU está de comicios presidenciales. Aunque los últimos años la Casa Blanca ha generado más información, insultos, cambios de gabinete, conflictos de intereses y escándalos que nunca, todavía parece que el tiempo ha volado.
El ahogo se ha instalado entre quienes combaten a Trump y no pueden esperar para verlo fuera. En cambio, quienes lo siguen y saben que su triunfo en 2016 fue sólo posible por el sistema indirecto de conteo, sueñan con verlo coronado esta vez con menos sombras.
Unos se aferran al mañana para olvidar el ayer; otros al ayer para repetirlo mañana. Ambos sobreviven al presente. Y en el medio van los que no pueden creer que en este país -potencia militar, económica y de la ingeniería-, las opciones presidenciales sean tan mediocres.
Otras naciones -los brasileños atrapados entre el corrupto Lula y el cavernícola Bolsonaro; los argentinos y la rémora peronista insepulta; los rusos con su maquiavelismo eterno; los españoles y su tercermundismo; o los venezolanos con su inmadurez- quizá tendrán una sensación mayor de frustración. Pero guste o duela, lo que pasa en Washington tiene más consecuencias mundiales. Y he allí el terror, que es libre como el sol.
Tan caprichoso y áspero como ya ha sido el 2020, no extrañaría que siguieran las sorpresas, los giros y las complicaciones. Sea quien sea el guionista que escribe eso que llaman destino o si el oráculo griego sobrevivió a la bancarrota de ese país, todavía se podría esperar más en este año que, después de todo, no va ni a la mitad.
¿El coronavirus se superará y permitirá que haya elecciones en EEUU? ¿La resurrección de Biden será lo suficientemente consistente para llevarlo a la presidencia? ¿Trump sería capaz de renunciar a la reelección por alguna excusa? ¿Desaparecerá el quinteto florero del “Consejo de Seguridad de la ONU”? ¿La humanidad ignorará a las Kardashian y la monarquía británica para salvar las neuronas en extinción?
¡Vamos, 2020! Aún puedes redimirte y, sin sacrificar tus sobresaltos y sofocos de rigor, transformar gusanos en mariposas.
Andrés Correa Guatarasma es corresponsal y dramaturgo venezolano residenciado en Nueva York, miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
(Las Tribunas expresan la opinión de los autores, sin que EFE comparta necesariamente sus puntos de vista).