Más que reprender, hay que comprender y apoyar
Exigirles demasiado a los hijos y no mostrarnos cercanos a ellos cuando tienen miedo o temor es un error grave que pasa factura en el futuro
Nuestros hijos son un gran espejo en el que, a través de la relación que tenemos con ellos, descubramos qué relación tenemos con nosotros mismos.
“-¿Cómo están tus hijos?”, preguntó el Maestro.
“-Muy bien; con sus problemas, pero muy bien”, contestó el discípulo.
“-¿Y qué problemas tienen?”
“-Bueno, mi hija más grande tiene un gran tema con la exigencia. Pese a los esfuerzos que hacemos con mi mujer para que se relaje un poco, es muy sobrexigida…”, dijo el discípulo.
“-Por qué será…”, preguntó el Maestro.
“-Sí, sí”, se hizo cargo el discípulo. “-Cuando era chiquita con su mamá éramos muy exigentes…”
“-¿Y ahora no?”, preguntó el Maestro, con cierta ironía.
“-Si vivo insistiéndole para que se afloje”, se defendió el discípulo.
“-Es que más allá de tus palabras, lo que ella percibe la enorme exigencia que tienen tú y tu mujer. De poco importa que le digan que se relaje, si ella los ve todo el día tensos y exigidos…”
El discípulo acusó el golpe. Definitivamente el testimonio de vida era mucho más poderoso que las palabras.
“-Igual, has crecido mucho”, dijo el Maestro tratando de ser justo. “-¿Cómo se manifiesta la exigencia de tu hija?”
“-Como todo hijo mayor, está convencida que tiene que ser perfecta y que no tiene margen para hacer lo que quiere. En cambio, cree que sus hermanos menores pueden hacer cualquier cosa. Y no es cierto, porque ella tiene mucha libertad”, completó.
El Maestro se quedó pensando. Luego dijo: “-Pero no la contradigas, porque lo que dice fue verdad. Tal vez no lo sea ahora, pero ha ocurrido. Tienes que afirmarle la experiencia, para luego mostrarle que hoy es distinto; que ya no es más así. Hay que reconocerle sus emociones, aceptando que ella se veía obligada a complacer el orden y la rigidez que ustedes imponían en el hogar. Que es cierto, que todo eso pasó cuando ella era chiquita, porque sus papás eran ignorantes…”
“-Se lo he dicho”, contó el discípulo algo contrariado. “-Pero no pudimos avanzar mucho porque le resulta intolerable.”
“-Y sí”, asintió el Maestro. “-Es que es un lugar muy doloroso y sombrío. Ella sobrevivió emocionalmente siendo fuerte. Ahora debe sentir que si se relaja, no sobrevivirá, no se podrá sostener.”
Después de una breve pausa, continuó: “-Tienen que decirle que tanto papá como mamá son conscientes de lo difíciles y exigentes que fueron, y que ahora están para abrazarla y sostenerla.”
“-Es que cuando uno aborda estos temas ella se cierra y ni siquiera deja que la abrace”, confesó el padre.
“-Y sí”, volvió a comprender el Maestro. “-Cuando algo nos duele mucho, nos cerramos como una ostra. Tienen que poder transmitirle que están a su lado para cuando ella se quiera abrir. Decirle que la comprenden porque ella sobrevivió cerrándose…”
“-¿A qué sobrevivió cerrándose?”
“-Al desamparo emocional. Ustedes eran una familia perfecta. Tan perfecta, que no había lugar para vivir. Todo era una foto o un cuadro. Pero ahí no había vida. Tu hija se puso la coraza y sobrevivió durmiendo sola de chiquita, cuando seguramente estaría muerta de miedo, o con ganas de dormir abrazada a ustedes. Iba al jardín maternal sonriente, no porque le gustara, sino para no decepcionar a papá y mamá. No había margen alguno de contrariarlos a ustedes.”
El discípulo escuchaba conmovido. El Maestro prosiguió.
“-Con mucha ternura hay que explicarle que hoy no necesita más acorazarse. Que el ambiente no es más hostil como lo era antes. Que entiendes bien que no quiera abrazos, porque en el pasado fue un refugio para evitar la dolorosa realidad de que nadie la iba a abrazar. Y que debido a eso, ella se sacó de la cabeza hasta la idea de desear un abrazo… Hay que reconocerle que todo eso ocurrió. Pero que ya no pasa más. Y que uno está ahí para cuando ella, a sus tiempos y a sus formas, lo pida.”
Después de un rato de silencio en el que el discípulo procesaba aquellas sabias palabras, el Maestro preguntó: “-¿Y qué tal tus otros hijos?”
El discípulo, intentando recomponerse, dijo:
“-El segundo ahora está con problemas de sueño. No puede dormirse solo, pese a su edad”, dijo con una mezcla de frustración y desconcierto.
“-Eso es buenísimo”, sorprendió el Maestro.
Ante la mirada atónita del discípulo, prosiguió: “-Es un miedo que tiene tapado, obturado, desde la más tierna infancia. Miedo a la oscuridad, a la soledad, y hasta diría que miedo a ti. De hecho, alguna vez me has contado que cuando él tenía un año de vida, lo dejabas en su cuarto forzándolo a desarrollar sus propios recursos para dormir solo…”
“-Tu hijo los desarrolló…”, continuó el Maestro. “-Pero como siempre pasa con todo lo forzado, tiene un alto costo emocional. Y como no fue bien resuelto, son temas que siempre vuelven.”
El discípulo escuchaba en carne viva.
“-Ahora está drenando su miedo. Y eso es siempre algo muy bueno. Las personas que no lo hacen, tienen ataques de pánico a los veinticinco. O tienen miedo a dormir solos durante toda la vida. Algo mucho peor…”
“-¿Y qué es lo que podría hacer ahora?”, preguntó el discípulo algo confundido.
“-Tienes que contarle que cuando era muy chiquito, te equivocaste mucho. Que a ti te habían dejado solo, y pensabas que eso era bueno, porque eras ignorante. Y que sin quererlo, en algún sentido, eras un monstruo para él.”
“-¿No será mucho?”, se defendió el discípulo.
“-Es que es la verdad. Él era un niño de un año que tenía un miedo a la oscuridad, a la soledad; algo totalmente instintivo. Como todo mamífero, temía ser depredado. Y resulta que el padre en vez de habilitarlo para que estuviera con la mamá o cuidarlo él mismo, lo obligaba a desarrollar recursos para poder estar solo…”
El discípulo escuchaba con los ojos llorosos.
El Maestro, con ternura, lo inspiró: “-Igual, no te angusties. Solo tienes que ponerle palabras a la experiencia que él tuvo. Hablarlo, y pedirle perdón. Explicarle que aunque no es justificación, a ti también te pasó lo mismo. Y que por eso viviste buena parte de tu vida lleno de miedos.”
“-Por último, lo más importante es que le transmitas que hoy tiene un padre y una madre conscientes, que ya no son ignorantes, y que están para acompañarlo, sostenerlo, abrazarlo. Aquél ambiente hostil no existe más. Hoy ustedes lo comprenden y están a su lado”, agregó el Maestro.
Las lágrimas brotaban de los ojos del discípulo. El Maestro se paró, lo abrazó fuerte, y le susurró al oído: “-No existe nada más sanador que sentirse comprendido y apoyado. Comprende y apoya a tus hijos, que es una de las tareas más maravillosas de la vida”, completó.
“-Y tampoco olvides que el primer ser que debe ser comprendido y apoyado somos nosotros mismos. De lo contrario, seremos incapaces de dar amor a nuestros hijos, nuestra pareja, o quien sea. No es posible dar lo que no tenemos,” dijo el Maestro palméandole el hombro para luego despedirse.