La mafia de las etiquetas
Un doctor afroamericano denunciaba la otra noche lo difícil e injusto que le resulta conseguir un taxi en Manhattan aún en 2019, pues los conductores -mayormente extranjeros- apenas verlo lo etiquetan como un “pasajero de riesgo”: asumiendo que es violento, tacaño y/o que su destino será una zona no rentable, desde donde habrá que rodar y rodar como un mariachi hasta cargar a otro cliente “decente”.
Tradicionalmente las etiquetas se han usado para informar sobre un producto: precio, materiales (o ingredientes), origen geográfico y, si aplica, la fecha de vencimiento.
En muchos bienes (muebles, ropa) la etiqueta tiende a lo básico y es un colgante que no sobrevive al primer tijeretazo. En otros es parte fundamental de la imagen: el nombre, la marca, los colores, el diseño del frasco, empaque o caja; para destacarlo de manera rápida y, lo más importante, provocar la compra.
Un proceso parecido se usa cuando se enlistan “requisitos” para un trámite, sea buscar trabajo, inscribirse en una escuela, abrir una cuenta o solicitar una visa. El postulante debe tenerlos -y demostrarlos- en su etiqueta personal.
Ello, sin garantía de lógica. Por ejemplo, los gobiernos subdesarrollados que piden complejos requisitos para dar una visa, pero alientan a que sus ciudadanos emigren sin documentos para enviarles valiosas remesas…
Ese mismo proceso de etiquetado mecánico se está aplicando cada vez más en la política y las relaciones: las personas -famosas y anónimas- se identifican o son forzadas a hacerlo desde la primera interacción social.
También en Internet -noticias, videos, transacciones-, se colocan etiquetas para facilitar búsquedas en los archivos, rastrear a los usuarios, inferir perfiles de consumo y sugerirles más y más productos.
Algo así como: “Este fulano es conservador, vive en El Bronx, tiene 38 años, ve béisbol y lee en inglés y español”; por lo tanto, “le debe gustar un tipo equis de desodorante y bailar salsa, odia la ópera y los Medias Rojas, come tacos y vacacionaría en Las Vegas en un hotel/casino de 3 estrellas”.
En Internet y cara a cara, una etiqueta lleva a la otra, a juro y porque sí. Unas más dañinas que otras. Sobran casos como: “Fulana tiene novia, ¿cómo es posible que sea republicana?”; “Si vives en Nueva York, ¿cómo puedes estar en contra de la amnistía a la inmigración ilegal o los bebés con padres del mismo sexo?”; “Un verdadero Demócrata no puede criticar a De Blasio u Ocasio Cortez”; “A un intelectual no le puede gustar una película de 007”; “No quieres ver perros en un supermercado o cabina de avión… ¿acaso odias a los animales?”; “O estás con el racista Trump o estás con Obama (o Maduro)”, etc, etc.
Todo es parte de un proceso mafioso “milenio” maléfico (etiqueta MMM, digamos) de forzar y sacar conclusiones para ubicar aliados y “enemigos” lo más rápido posible, en busca de la satisfacción inmediata.
Irónicamente se habla de diversidad y tolerancia, cuando se promueve exactamente lo contrario con encasillamientos, manipulaciones y estereotipos (siempre han existido, pero ahora parecen más brutales y drásticos). Y de la “etiqueta” como sinónimo de buenos modales, pocos se acuerdan.
“Eres libre de hacer lo que quieras… siempre y cuando pienses 100% como yo”. Sobre esa peligrosa base talibana está girando el mundo.
Veamos cómo etiquetan este artículo… ¿Ácido saturado? ¿Desechable? ¿Hipoalergénico?
Andrés Correa Guatarasma es corresponsal y dramaturgo venezolano residenciado en Nueva York, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
(Las Tribunas expresan la opinión de los autores, sin que EFE comparta necesariamente sus puntos de vista)