La fiesta más extravagante de la historia moderna que le costó un imperio al Sha de Irán
El fastuoso festejo consolidó la oposición y fue el detonante de la revolución islámica en ese país.
Tras kilómetros de viaje no se veía nada más que la arena cocida por el sol. De pronto, en medio del desierto persa, se levantaba un bosque de columnas extendiéndose hacia el cielo y enmarcando un oasis, una ciudadela de lujosas carpas hechas de seda y rodeadas árboles importados de Europa en los cuales se posaban miles de aves igualmente traídas de diferentes países.
Era como una de las leyendas de “Las mil y una noches” con la diferencia de que esto era real.
Se trataba del escenario para la fiesta más extravagante de la historia moderna que, en octubre de 1971, el Sha de Irán organizó para celebrar los 2,500 años del Imperio persa.
El costo ha sido estimado en unos $300 millones de dólares. Pero lo que es cierto es que, para el autodenominado “Rey de reyes”, el dinero no fue un obstáculo.
En el entorno de las ruinas arqueológicas de Persépolis, la antigua capital de Persia, se construyó una ciudadela con suntuosos toldos hechos con 37 kilómetros de seda para hospedar a más de 60 reyes, reinas, presidentes, jefes de Estado y líderes internacionales invitados.
Cada uno estaría acomodado en una carpa de varias habitaciones, salones de estar, estudios, baños de mármol y con todos los lujos posibles.
Al lado se construyó un aeropuerto para recibir a los jets privados, así como una nueva autopista de 1,000 kilómetros para conectar con la capital, Teherán.
El aeropuerto especial fue construido para aterrizaje de las naves militares y los jets de los invitados.
Durante un período decadente de cinco días, los invitados estuvieron convidados a banquetes preparados por Maxim’s, el restaurante más exclusivo de París, acompañados de los vinos más exquisitos conocidos.
Atendiéndolos había un ejército de miles de soldados vestidos en antiguos atuendos persas y les ofrecieron varios espectáculos, incluyendo un show de luz y sonido frente al templo de Darío I “El Grande”, el tercer rey de la dinastía aqueménida (521-486 a. C.) y quien heredó el Imperio persa en su cénit.
Toda festividad deja algún tipo de resaca. Esta dejó al país tambaleándose, sin posibilidad de recuperación.
Consolidó la oposición, liderada por el entonces exiliado ayatolá Ruhollah Jomeini quien, pocos años más tarde, depuso al Sha en una revolución islámica.
Muchos historiadores señalan la celebración como detonador de esa revolución pues, más que cualquier otro evento, la fiesta dejó en evidencia la brecha que había entre el “Rey de reyes” y el pueblo de Irán sobre el cual regía.
Poder absoluto
En 1971, Irán era una monarquía constitucional. Mohammad Reza, su majestad imperial shahanshah (que significa “rey de reyes”) no sólo era uno de los hombres más ricos del mundo, era el líder absoluto de su país.
Designaba al primer ministro, podía disolver el Parlamento, controlaba el ejército, podía declarar guerras o consolidar tratados de paz y controlaba la prensa.
No había lugar para la oposición. Los disidentes enfrentaban tortura, prisión o algo peor.
Un oasis en el desierto, con carpas diseñadas en Francia y árboles importados de Versalles.
“Tengo una misión que viene de Dios, una orden divina”, repitió en una entrevista en 1974.
Aunque autócrata, el sha era un líder progresista . Desde hacía décadas, los intelectuales opinaban que el islam estaba frenando a Irán y el sha estaba decidido a modernizar y occidentalizar el país, al tiempo en que revivía las antiguas raíces persas.
Con un creciente respaldo de Estados Unidos y sus aliados, motivados por su interés en los vastos yacimientos de petróleo iraní, el monarca pudo establecer su programa de secularización.
Esa política no podía ir más en contra de Ruhollah Jomeini, un clérigo que, como su padre y abuelo antes, estaba inmerso en la teología islámica.
La idea de un Irán que no fuera primordialmente islámico era para Jomeini totalmente inaceptable. Su oposición lo forzó al exilio en 1964 desde donde no dejó de criticar el gobierno de Mohammad Reza.
Para el ayatolá Jomeini era inconcebible un Irán que no fuera islámico.
Dentro del país, sin embargo, nadie se atrevía a contradecir al sha. Ni siquiera cuando tuvo su megalómana idea de consolidar su lugar como monarca del pueblo con la extravagante celebración que lo conectaría a los reyes persas de antaño.
Mezcla heterogénea de invitados
No se puede decir que otros líderes internacionales de la época se hubieran opuesto abiertamente al despilfarro del sha, teniendo en cuenta los invitados que asistieron y participaron de la extravagancia.
Dónde sentar a toda la realeza y élite internacional se volvió una pesadilla diplomática.
A pesar de que el mundo estaba polarizado y convulsionado, en Persépolis se dieron cita reyes, reinas, príncipes, emires, caudillos y líderes de todo el espectro político .
La lista la encabezaba el emperador de Etiopía, Haile Selassie, seguido del príncipe Rainiero y la princesa Grace de Mónaco.
La reina Isabel de Inglaterra no asistió porque los asesores reales dijeron que no podían asegurar su seguridad ni comodidad y que el evento era… vulgar. No obstante envió a su esposo, el príncipe Felipe de Edimburgo, y a su hija, la princesa Ana.
Conversaron y gozaron sin que las ideologías fueran problema con el hombre fuerte de la entonces Yugoslavia, el mariscal Tito y su esposa, así como con su homólogo de Rumanía, Nicolás Ceauşescu.
El presidente Richard Nixon de EEUU envió a su vicepresidente, Spiro Agnew, que sin duda se topó con la primera dama de Filipinas, Imelda Marcos. En representación de América Latina estuvo el presidente de Brasil, Emílio Garrastazu Médici.
Varios otros miembros de las realezas europea, africana, asiática y de Medio Oriente también estuvieron presentes. Compartieron con los presidentes Suharto de Indonesia y Mobutu de Zaire, entre muchos otros líderes.
Lujo en el desierto
Todos estos invitados estuvieron hospedados en lo que la prensa extranjera denominó un “camping multimillonario”.
La zona fue diseñada y embellecida por arquitectos y decoradores franceses.
En el centro había una gran carpa principal de 68 metros por 28 metros para los banquetes, con una fuente de la cual irradiaban cinco avenidas con árboles importados de Versalles, Francia, y a lo largo de las cuales se erguían unas 50 carpas, cada una con dos habitaciones, dos baños, una oficina, un salón de reuniones y personal exclusivo para atender a los invitados.
Cada carpa era como una “pequeña casa” diseñada y decorada por especialistas.
“Eran como pequeñas casas. Quiero decir, hermosas, todo parecía como si hubiera salido de una revista de decoración”, dijo Sally Quinn, periodista del diario Washington Post, enviada a cubrir el evento.
Para crear un ambiente de paz y armonía, se importaron miles de aves cantoras muchas de las cuales, desafortunadamente, murieron a los pocos días porque no soportaban las temperaturas extremas del desierto: 40º C en el día, casi 0º en la noche .
El protocolo de quién debía ser el primero en la fila para saludar al sha a la hora del banquete resultó en caos. No sólo fue una pesadilla diplomática con tantos monarcas sino que muchos se demoraban más de lo presupuestado en su saludo.
Vinos de cosecha y Nescafé
Finalmente sentados a la gran mesa cubierta de un mantel bordado de 70 metros de largo y los huéspedes fueron convidados a verdaderos festines de los dioses.
Para eso se contrataron los servicios de Maxim’s, el mejor restaurante de la época en París .
El shah buscaba crear un vínculo con las raíces del imperio persa.
Para esos tres días se trajeron 18 toneladas de comida incluyendo 2.700 kilos de carne de res, cordero y cerdo, 1.280 kilos de aves, y 1.000 kilos de caviar. Con la excepción de este último, todo, hasta el perejil, fue importado de Francia.
Para beber tenían 2,500 botellas de champán, 1,000 de vino de burdeos, 1,000 de borgoña, así como coñacs y otros aperitivos.
El champán era de 1911, el vino incluía el soberbio Chateau Lafite Rothschild, reserva 1945, y el Château Latour .
Sin embargo, según Felix Real, uno de los organizadores, tuvieron problemas con el café y terminaron sirviendo Nescafé, sin que los invitados se dieran cuenta.
Persépolis, menú del jueves octubre 14, 1971
- Huevos de codorniz con perlas de trufa
- Mousse de cangrejo de río
- Lomo de cordero relleno y asado en su jugo
- Sorbete de champán añejo
- Pavo real a la imperial
- Turbante de higos
- Café moka
Explosiones y manifestaciones
Desde su exilio en París, el opositor ayatolá Jomeini declaró enfurecido: “Que todo el mundo sepa que estas celebraciones no tienen nada que ver con el noble, musulmán pueblo de Irán. Todos aquellos que participan son traidores del islam y del pueblo iraní”.
Esa opinión se hizo sentir dentro de la comunidad iraní en el exilio.
En San Francisco, California, se registró una explosión en el consulado iraní durante la noche que causó un incendio en el edificio de tres pisos. Hubo daños considerables, aunque nadie resultó herido. En otras ciudades de EEUU se realizaron manifestaciones contra la celebración.
Jomeini regresó a Teherán triunfante de su exilio en Francia.
Tal vez la señal más contundente de cuán poco conocía el sha sobre la vida del pueblo iraní, cuya mitad vivía bajo la línea de la pobreza, fue la decisión de televisar las celebraciones vía satélite.
“Había mucho descontento entre la gente”, escribió Sally Quinn del diario estadounidense Washington Post . “Criticaban todo ese gasto de dinero cuando ellos no tenían lo suficiente para enviar sus hijos a la escuela o darles de comer”.
Pero la determinación del sha por consolidar su posición de Rey de reyes en Irán y su destino manifiesto de llevar el país a ocupar un lugar en las altas esferas internacionales no le permitían ver la realidad.
“Con o sin el beneplácito de naciones o pueblos extranjeros, entraremos en una época de gran civilización. Recuperaremos nuestro prestigio pasado”, afirmó frente a las cámaras de televisión.
“Espero que ustedes sepan que no hablo con un espíritu de vanidad. Estoy lleno de humildad pero estoy muy seguro de nuestro pueblo y muy seguro de nuestro destino”.
La gran ironía es que las festividades, que se suponía que consolidarían ese destino, al final terminaron siendo la última gota que colmó al pueblo.
El sha fue depuesto en febrero de 1979 y los iraníes recibieron con vítores al ayatolá Jomeini como líder supremo, y así empezó la historia de la República Islámica de Irán.