Eso que te hace sentir morirte, solo te hará más fuerte
Todos le tenemos miedo a algo; sin embargo, afrontarlo nos prepara para la vida
El profesor lo echó del aula. Eugenio, un niño de 8 años, sintió que se moría. ¿Cómo él, que era uno de los mejores alumnos, podía ser sacado de clase por molestar?
Volvió a mirar al maestro para constatar si iba en serio y a su vez, implorar clemencia con la esperanza de ser absuelto. Para angustia de Eugenio no hubo marcha atrás, por lo cual no tuvo más remedio que retirarse del aula.
Tan pronto cruzó la puerta y se paró del lado de afuera, sintió que se moría. No podía consigo mismo. El miedo era tan grande que no era capaz ni de sostenerse.
¿Miedo a qué? Como en la mayoría de los temores profundos, no era claro. Tal vez, al hecho que pasara alguna autoridad y lo sancionara. Tal vez. Igual, de poco importaba, ya que la experiencia humana mostraba que los razonamientos eran poco útiles para calmar un corazón asustado.
Como arrastrándose, se desplazó a la puerta del aula en la que se encontraba su hermano. No es que fuera tanto más grande, pero en aquél momento era el único que podía ayudarlo. Fingiendo una entereza que no tenía, golpeó la puerta de séptimo grado “B” y preguntó por él.
Luego que el profesor lo autorizara, su hermano salió de su clase para ver qué le pasaba. Con una angustia que le entrecortaba las palabras, Eugenio le explicó a Alberto su desesperada situación. Su hermano, sin entender demasiado por qué algo tan pequeño podía desencadenar tanta aflicción, lo contuvo. Luego lo tomó del brazo y lo acompañó hasta la puerta del aula de la que había sido expulsado, diciéndole que no se preocupara, y que se quedara parado allí hasta que sonara el timbre del recreo.
Eugenio se quedó razonablemente tranquilo mientras le pedía a Dios que no ocurriera nada hasta que sonara la campana liberadora. Que ninguna autoridad pasase por aquél pasillo hasta que el próximo recreo lo absolviera de cualquier hipotética sanción. Con el correr de los minutos se fue serenando, y hasta llegó a sentirse contento de estar tranquilo y consigo mismo.
Treinta y cinco años después de que el timbre del colegio lo hubiera liberado de aquella experiencia que su corazón vivió como extrema, volvió sobre esa situación. Se preguntó por qué algunos miedos podían inundar todo el espíritu del hombre.
¿Por qué podía existir semejante desproporción entre la escasa peligrosidad objetiva de una determinada amenaza, y la percepción y vivencia de ella como algo límite?
De niño podía ser miedo a la oscuridad o a quedarse solo. De grande, podía ser a la soledad, a no tener dinero, o a una mala vejez. O a infinidad de temas.
Ese sentir morirse.
Aunque al final, resultaba que no nos moríamos. Y si éramos capaces de aguantarlo, se pasaría. Siempre se pasaría.
Algunas situaciones que vivíamos como si fueran hemorragias, en realidad no eran nada. No nos salía una gota real de sangre, no nos moríamos, no nos pasaba nada. Más allá de todo lo que pasara por nuestra cabeza.
Al tomar conciencia de ello, Eugenio se sintió más fuerte.
Se dio cuenta que sentirse morir no era morirse. Que era solo una emoción pasajera, un espejismo de la mente. Que uno no se moría por esas cosas. Que podía atravesarlas.
Eso sería lo que trataría de hacer de ahora en más. Dejar de esperar inútilmente que esos miedos extremos no aparecieran. Más bien, saber que aparecerían y que si uno era capaz de aguantarlos, pasarían. Siempre pasarían.
Y enterarse de eso, no era poca cosa.