Los hombres inmortalizados en la pelvis de la mujer
Varias partes del cuerpo femenino tienen nombres masculinos. ¿Cuáles son estas partes?
Si hacemos un recorrido por la pelvis de la mujer nos encontraremos en el camino con algunos personajes cuya presencia puede parecer fuera de lugar.
¿Cómo acabó James Douglas detrás del útero? ¿Qué hace Gabriel Falopio colgado entre los ovarios? ¿Por qué está Caspar Bartolini el Joven pegado a los labios vaginales? Y, ¿realmente le debemos creer a Ernst Grafenberg cuando dice que fue él quien encontró el punto G?
Todos estos hombres acabaron inmortalizados en la pelvis femenina a través de algunos de los nombres que sirven para designar sus partes: el fondo de saco de Douglas (o fondo de saco recto-uterino), glándulas de Bartolini (o glándulas vestibulares mayores), las trompas de Falopio (o trompas uterinas) y el esquivo punto Grafenberg.
Lo cierto es que los hombres -todos difuntos anatomistas blancos, por supuesto- se encuentran por todo el cuerpo de la mujer. Sus nombres sirvieron para designar elementos anatómicos y quedaron inmortalizados como si hubieran sido exploradores audaces que conquistaron la geografía de la pelvis femenina al modo de una tierra de nadie.
Hombres y dioses en el cuerpo de la mujer
También los dioses están impresos en las mujeres. El dios griego masculino del matrimonio, Himen o Himeneo, quien falleció en su noche de bodas, le prestó su nombre a un elemento anatómico específicamente femenino.
Himen deriva de la palabra griega “hyalos”, o membrana. Pero fue el padre de la anatomía moderna, Andreas Vesalius, quien utilizó ese término por primera vez en el siglo XVI para designar a la cubierta del orificio vaginal.
Cuando se trata de ciencia y de medicina, los hombres (y los dioses) dejaron sus huellas en todas partes.
Grabaron sus nombres en miles de criaturas, desde la bacteria salmonella (bautizada en honor al veterinario estadounidense Daniel Elmer Salmon, aunque en realidad quien la descubrió fue su asistente) hasta la cebra de Grévy (o cebra reina), que debe su nombre a un expresidente de Francia.
Al fin y al cabo, hasta el siglo pasado, las mujeres estuvieron prácticamente excluidas de la medicina académica.
¿Influye el lenguaje en el pensamiento?
Pero el uso continuo de epónimos mayoritariamente masculinos no solo refleja un prejuicio sexista en la base de nuestro conocimiento médico. También puede contribuir a perpetuar ese prejuicio.
El debate sobre el controvertido asunto de si el lenguaje moldea el pensamiento es de larga data.
Existen numerosos ejemplos en los que la manera en que se describe algo cambia nuestra percepción sobre ello.
Ghil’ad Zuchermann, profesor de lingüística y de lenguas en peligro en la Universidad de Adelaide, en Australia, señala que en aquellas lenguas en las que la palabra “puente” es femenina, los hablantes tienden a describir los puentes como elegantes. En cambio, en los idiomas en los que la palabra para “puente” es masculina, estas estructuras suelen describirse como “robustas”.
Esto plantea la cuestión de si nuestra percepción del cuerpo -y de sus condiciones- no está también condicionada por prejuicios sexistas sin que seamos conscientes de ello.
A todos nos resulta familiar el término “histeria”, derivado de la palabra griega para útero, “hysterika”, y acuñada por Hipócrates (otro hombre) para definir una enfermedad causada por “el movimiento del útero”.
La idea de este trastorno mental -el primero atribuido a las mujeres- se remonta a los antiguos egipcios, que lo describieron por primera vez en el año 1900 a.C.
Pero fueron los griegos quienes argumentaron que el útero tenía una tendencia a “deambular” -y a producir “vapores tóxicos”- cuando no daba frutos. Casarse era, por tanto, la cura.
Esta idea se mantuvo durante siglos. En el siglo XIX se convirtió en un diagnóstico frecuente dentro de una profesión médica dominada por hombres.
Las “damas histéricas” empezaron a llenar las salas de espera de las clínicas, a la espera de recibir “curas” que consistían en masajes genitales practicados por el médico con el fin de producir “paroxismos”, que no eran otra cosa que una forma educada de llamar al orgasmo.
Como los médicos empezaron a sufrir de calambres crónicos y de fatiga en las manos, la invención del vibrador mecánico fue un alivio bien recibido.
La histeria -que fue retirada en 1952 de la lista de enfermedades modernas de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría- parece relativamente arcaica hoy en día.
Términos patriarcales
Se discute menos, en cambio, hasta qué punto el resto del lenguaje médico sigue estando impregnado de términos patriarcales.
Y esta situación no solo viene de los epónimos masculinos. Muchos términos derivan de metáforas bélicas ligadas a estereotipos masculinos (“combatir las enfermedades del corazón”, “guerra contra el cáncer”) o utilizan calificativos peyorativos (“cérvix incompetente”, “huevo huero”).
El lenguaje de la medicina -el arte y la ciencia de sanar- se convirtió en algo sorprendentemente violento y crítico.
Estudiamos el cuerpo para mejorar su estado. Pero si lo convertimos en un campo de batalla, nos arriesgamos a hacer de él un terreno cuyo control está en disputa.
El oncólogo Jerome Groopman, autor del libro Your Medical Mind (“Tu mente médica”), asegura que los matices bélicos pueden ayudar a pacientes que sienten que dentro de su cuerpo se está librando una guerra.
Para otros, en cambio, esta metáfora es incompatible con su bienestar.
De alguna manera, que el estado de salud de los pacientes no mejore puede entenderse como que fracasaron y llevarlos a autoculparse por no haber “luchado” lo suficientemente duro.
Orígenes sexistas
Incluso términos anatómicos que pensamos que “suenan” femeninos tienen a menudo orígenes anacrónicos y sexistas.
La palabra “vagina”, por ejemplo, tiene el mismo origen latino que la palabra “vaina” en el sentido de cubierta ajustada donde encaja el filo de una espada.
De un modo parecido, a la palabra “kleitorís”, del griego tardío, se le puede seguir el rastro hasta “kleíein”: “guardado bajo llave”.
No hace falta ser Freud para ver metáforas pasadas de moda en estos términos.
Pero no es solo la terminología médica la que tiene un sesgo masculino.
La enseñanza de la anatomía femenina también se ve afectada.
El efecto de los prejuicios sexistas a la hora de enseñar a los estudiantes de anatomía y fisiología fue examinado en 2013 por una investigación de Susan Morgan y sus colegas.
En los libros de texto que se usan para enseñar a los estudiantes, encontraron que “la anatomía y la fisiología masculinas se representan a menudo como la norma y que las mujeres se ven muchas veces infrarrepresentadas en los aspectos anatómicos no reproductivos. Se adquiere así la impresión de que el cuerpo humano es masculino y que el cuerpo de la mujer solo se presenta para mostrar los puntos en los que es diferente”.
¿Influencia real?
Muchos términos médicos dan fe de una historia patriarcal, pero la cuestión es cuánta influencia tiene esto hoy en día.
Si la mayoría de las personas ni siquiera se dan cuenta de que los nombres de las partes del cuerpo de la mujer tienen un origen masculino y por tanto no las relacionan de forma automática más con el hombre que con la mujer, ¿realmente es este un asunto tan importante?
Podríamos pensar que para que una palabra por sí misma refuerce un sistema sexista, nuestra cabeza debería de relacionarla con un significado “machista”.
Un problema, asegura Lera Boroditsky, profesora asociada de ciencia cognitiva de la UCSD, es que los epónimos consolidan la idea de que los avances científicos son obra de individuos más que fruto de un proceso colaborativo, algo fundamental para todo descubrimiento.
Boroditsky defiende un sistema que “no se centre en grandes hazañas históricas protagonizadas por los hombres que ‘descubrieron’ partes del cuerpo”.
En cambio, sostiene, esos términos deberían ser sustituidos por otros más descriptivos que resulten útiles y educativos para los dueños de ese cuerpo.
Palabras alternativas
En el año 2000, la trabajadora social Anna Kostztovics se preocupó por la falta de igualdad de género presente en la lengua sueca, su idioma materno.
Señaló que mientras que los chicos tenían una palabra sin marca de género para designar a sus genitales -“snopp”, un término muy utilizado- las chicas carecían de un término equiparable.
Para remediarlo, Kostztovics trató de popularizar el uso de una palabra nueva, “snippa“, como el equivalente femenino.
Desde entonces, activistas suecos pidieron a los hablantes de inglés que sustituyan las palabras sexistas de su propia lengua, como “himen”, que, sugieren, debería ser remplazado por el nuevo término “corona vaginal”.
Todavía está por ver si estas palabras nuevas llegan a adoptarse en el uso diario de la lengua.
Aunque quizá se debería animar a los hablantes a que creen el lenguaje que necesitan.
Y en cuanto a la terminología anatómica que aún presenta residuos patriarcales, Boroditsky lo deja claro: “dejar que vaya desapareciendo es la muerte que necesita”.
* Leah Kaminsky es médica y escritora australiana.
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