Marcelina, gallina en corral ajeno
Estamos tan acostumbrados a ser humanos que no nos damos cuenta de que el mundo también existe sin nosotros. Hemos perdido buena parte de la sensibilidad necesaria para interactuar con la naturaleza
Estamos tan acostumbrados a ser humanos que no nos damos cuenta de que el mundo también existe sin nosotros. Hemos perdido buena parte de la sensibilidad necesaria para interactuar con la naturaleza. Llegamos al extremo de decir que “hemos visto una gallina en persona”. ¿Por qué hacer a las gallinas copartícipes de la raza humana cuando nunca las respetamos? Todos hemos oído “gallina” por cobarde, o “vuelo gallináceo”, de ejemplo de poca majestuosidad.
Un partido político en unas recientes elecciones en el sur de España, Andalucía, pedía que los animales de trabajo hicieran su labor ocho horas como máximo. Oyó bien, no estamos hablando de jornaleros, hablamos de una vaca que da leche o de una gallina que pone huevos. Es de todo punto inquietante cómo se le va a proponer seriamente a una gallina que solo ponga sus huevos de tal a tal hora. Me imagino la ansiedad de la gallina ponedora, totalmente confundida, pues si no pone huevos, ¿qué hace? Igual una vaca lechera, ¿cómo pedirle que restrinja su producción y la limite a ocho horas, o a ocho litros por ubre?
La defensa de la ecología y el control del medio ambiente lo quieren algunos políticos hacer depender de horarios muy humanizados, con descansos y fiestas de guardar. Acabaremos al final tapando la desnudez de las ubres, por pudor. La capa de ozono, mientras, se resiente tanto como perplejas nos contemplan las gallinas.
Marcelina era mi gallina. Si Cuarón tiene el acierto de hablar de su infancia en la colonia Roma, yo visito el pasado con mi gallina. Marcelina nunca puso un huevo. Vivía en casa y era una más de la familia. No tenía horarios, ni de ocho ni de nueve horas. Holgazaneaba como todos, comía y, eso sí, manchar, manchaba. Marcelina era una gallina comprada cuando era un pollito que apenas cabía en la mano. Tiempo después era una gigante que tropezaba con todos en los pasillos. Hubo que sacarla de casa un día porque no teníamos suficiente espacio para ella. Acabó en un corral de enfrente de casa. Eran épocas, aclaramos, en que todavía estaba permitido tener vacas y gallinas en las ciudades.
Marcelina lo pasó mal. Nunca entendió a las otras gallinas del corral. Eran de otra galaxia. Y la picaban con saña. Ella solo era feliz cuando la visitábamos, corría hacia nosotros para estar con los únicos a los que entendía. Por nuestra intercesión, la enviaron al campo, lejos.
Sentirse gallina en corral ajeno es una desgracia. A los humanos nos ocurre lo mismo. A los emigrantes, más. Cualquier arreglo global, mejor que empiece por nuestras gallinas, que con el ozono no hay huevos, ni ganas.
Luis Silva-Villar, profesor de Lengua y Lingüística