Indígenas mexicanos en las ciudades y en el campo, dos caras frente al coronavirus
Para algunos la pandemia es un invento del gobierno. Otros toman medidas. Pero todos se las ingenian para sobrevivir las dificultades económicas
CIUDAD de MÉXICO – Cuando las primeras lluvias de abril cayeron sobre la Ciudad de México, Guadalupe Amador también cayó enferma en el número 200 de la calle Guanajuato, en la colonia Roma, donde viven una docena familias de la etnia otomí.
Tenía tos y fiebre y le faltaba el aire y todos se asustaron pensando que podría ser el coronavirus. Llamaron al 911 y ahí les dijeron que no salieran, que probablemente el contagio por COVID-19 se había extendido y prometieron enviar a alguien con pruebas para atenderla. Pero los días pasaron, el sistema de salud no llegaba y la enferma estaba cada día peor.
En un momento de desesperación, alguien sacó las yerbas y los conocimientos ancestrales importados de Santiago Mextitlán, un pueblo indígena del estado de Querétaro de donde salieron hace 15 años en búsqueda de una vida mejor en la capital.
Con una parte de las plantas hicieron un manojo verde que se lo pasaron a la mujer por todo el cuerpo; con la otra, cocieron brebajes que ella tomó a sorbitos entre masajes en la espalda y el pecho hasta que se curó. Desde entonces, los 40 otomíes que comparten la vivienda de la colonia Roma se declararon incrédulos.
“El coronavirus no existe”, dice en entrevista con este diario Marisol Rodríguez, miembro de la comunidad que montó en las afueras del domicilio un campamento donde comparten un comedor y la cocina desde que el sismo de 2017 cuarteó algunas partes de la casona que quedó en amenaza permanente de colapso.
“El famoso COVID-19 es un invento del gobierno para chingarnos… si existiera, el presidente no saldría de su casa o usaría cubrebocas”. ¿Y lo que dice la Organización Mundial de Salud? “Pura mentira. Todos son iguales”. ¿Y los muertos? “Son de neumonía, de la gripa normal”.
Hasta ahora, ninguno de los otomíes que vive en esa comuna de la Roma se ha contagiado.
Pero la realidad oficial es otra cosa en otros sitios del país. En voz del director del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas, Adelfo Regino, se sabe que la pandemia ha golpeado a cientos de etnias, según el más reciente corte de cifras del pasado 6 de mayo.
Para ser exactos, 224 indígenas están contagidos y 47 fallecieron, la mayoría en el sur, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca y otros en el centro, en el Estado de México, Puebla y la capital mexicana.
La geografía determina el tipo de afectaciones del COVID-19 entre las 25 millones de personas que se reconocen como indígenas. No es lo mismo el riesgo de contagio y la atención que se requiere en poblados pequeños (donde la tendencia es aislar el pueblo completo) que en las ciudades donde el #quedateencasa es una recomendación al individuo.
El hambre aprieta
Los 40 otomíes de la colonia Roma en CDMX tienen hambre en los últimos días. Casi igual que en 2005 cuando salieron de la sierra de Querétaro a buscar un techo. En el pueblo no tenían casa, ni terrenos para sembrar y se mudaron a la capital. Los primeros meses dormían en los alrededores de las terminales de autobuses y alguien del pueblo les avisó de una vivienda muy barata.
Es el número 200 de la calle Guanajuato un lugar sórdido, de paredes cuarteadas, de mosaicos mugrosos que en otro tiempo era orgullo de alguna familia rica. La Roma es un barrio de abolengo que intermitentemente pasa de la opulencia a la catástrofe por los terremotos.
El dueño aparecía de vez en cuando a cobrar hasta que un día nadie supo de él y los otomíes vieron la oportunidad de hacerse de una casa probablemente intestada y ahí siguen en espera de alguna ley, de algún político o líder social con colmillo que se gane la propiedad con algún beneficio. Mientras, ellos batallan con los malos ojos de los vecinos del barrio.
Los miran mal. Como “invasores”, como maltrechos y como foco de infección porque van por la calle sin cubrebocas y sin guadar la distancia, dispuestos a vender artesanías, dulces, quesadillas, manzanas con chamoy…
“El problema es que apenas salimos a vender nuestras cosas y nos echan a la policía y vienen y nos dice que no nos quiere ver en las calles o nos llevan presos”, advierte Marisol Rodríguez.
La Ciudad de México, con más de 20 millones de personas, tiene el mayor número de infecciones y de muertes del país y el confinamiento aún es prioridad en tanto los otomíes sobreviven con donaciones de frijol, aceite y arroz. Pero de vez en cuando, dicen, se les antoja un jitomate, una cebolla, un chile, aguacate para los niños. Pero no tienen dinero ni para eso.
En medio de la desesperación piensan, a ratos, que sería mejor regresar al pueblo. El hijo de Marisol Rodríguez, quien se mudó hace tiempo, le dice que allá hay quelites, calabacitas, nopales y que en metate se puede moler el maíz para gastar menos.
Pero ella piensa que allá tampoco tiene nada, que su muchacho vive con los suegros y que dejar la Roma, uno de los barrios de mayor plusvalía de la ciudad, es mala idea.
Allá en el rancho
Si se toma en cuanta que en México hay 43,276 localidades habitadas por indígenas, según la Encuesta Intercensal del Instituto Nacional de Geografía e Informática, y que el contagio hasta ahora es de poco más de 200 personas, la cifra es relativamente baja.
¿Cómo han hecho para sortear al coronavirus?
“Principalmente porque se han aislado”, precisa Eufrosia Cruz, actual secretaria de Pueblos indígenas del estado Oaxaca, en referencia a las medidas antagónicas a la incredulidad: técnicamente es darle mucho peso a la enfermedad en lugar de negarla.
Eufrosina Cruz, indígena mixteca, ex diputada federal y una de las voces más autorizadas en el tema, considera que estas medidas de impedir coyunturalmente las entradas y salidas del pueblo son “una lección al mundo” porque fueron las primeras poblaciones que tomaron la acción con comunidad.
Diversas etnias en diversas partes de la república lograron bloquear físicamente a sus pueblos tras votaciones colectivas basados en la consulta pública que avala la Organización Internacional de Trabajo al reconocer el derecho de las comunidades indígenas a regirse por usos y costumbres.
El bloqueo, no obstante, implica otros retos como el desabasto de alimentos o las estrategias para explicar en tantas lenguas lo que es la enfermedad.
La Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión (CIRT), con la asesoría del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y la colaboración de intérpretes y traductores certificados, ha producido spots radiofónicos en lenguas mixteca, náhuatl, otomí, mazahua, zapoteca, chontal, maya, mayo y mixe.
En Oaxaca, donde vive el mayor número de indígenas del país, mantienen tres campañas. La primera, explica Eufrosina Cruz, se llama #No los visites. “Muchas veces hay la tentación de decir ‘me voy al pueblo porque allá no va a llegar’ y ellos lo llevan”. La segunda es explicarles en todas las lenguas cómo cuidarse. Y la tercera es contra la violencia de las mujeres.
En las ciudades más pequeñas, como ocurre en Dzitbalché, Campeche, el reto es diferente porque el coronavirus ya llegó al mismo tiempo que la población comienza a tener complicaciones económicas.
Rosa Caamal, una indígena maya que había hecho del bordado de vestidos un medio de apoyo a su familia cuenta que la cancelación de las entradas y salidas a la población salvo para urgencias ha asustado a la clientela y hasta hace unos días la familia con dos niños de 12 y 17 años sólo cuenta con el ingreso del padre carpintero.
“Nos alcanzaba sólo para lo básico”, dijo.
Por eso apuesta desde hace unas semanas a las mascarillas bordadas. En esa tenencia de que la prenda llegó para quedarse, no está demás llevar el bordado maya tradicional a México o al mundo, hasta China si es posible, para sobrevivir en el complicado mercado de la pandemia. Y más aún para un indígena sea del campo o la ciudad.