El día en que los aficionados mexicanos se olvidaron de la cancha y miraron sus teléfonos
Así describe el escritor mexicano Juan Villoro el partido de la selección mexicana ante Suecia en el Mundial Rusia 2018
El primer Mundial que puede ser visto por celular trajo un asombro: en el estadio de Ekaterimburgo, los aficionados se olvidaron de la cancha para concentrarse en sus teléfonos. La tecnología coreana se convirtió en artículo de fe y las pantallas Samsung y LG en altares donde se rezaba para que otro partido resolviera lo que México había arruinado en el suyo.
Con extraordinario pundonor, Corea del Sur, ya eliminada, sacó del Mundial al peor representativo alemán de los últimos ochenta años. Para entender las raras compensaciones del futbol, conviene recordar una sentencia de Confucio, sabio chino que define la vida diaria de Corea: “¿Me preguntas por qué compro arroz y flores? Compro arroz para vivir y flores para tener algo por lo que vivir”. Contra Alemania, Corea ya no podía cosechar arroz, pero podía cortar una flor.
Mientras eso ocurría en Kazán, ¿qué pasaba en Ekaterimburgo? Nación tranquila, Suecia produce admirables catástrofes imaginarias: crímenes resueltos por un detective sin pistola en las novelas de Mankell, deprimentes amores en el cine de Bergman, lúgubres humillaciones en el teatro de Strindberg. Esos dramas maravillosamente ficticios fueron la realidad de México.
Herrera ofreció una versión zombi de sí mismo: se cayó en la jugada del primer gol y perdió el balón para permitir el segundo; Lozano se ahogó en el mano a mano; Gallardo dribló a tres y hasta a cuatro contrarios, pero sólo para perder la pelota y dejar un terrible hueco a sus espaldas; Vela estuvo más solo que Adán en Día de las Madres.
Lo que faltó fue una idea. Nadie sabía a qué jugaba. Ante Alemania, México trazó brillantes diagonales; ante Suecia, mandaba pases por correo.
Desde los primeros minutos, el Tri lució extraviado. Ser mexicano se convirtió en una forma del estrés. El 0-0 sólo se justificaba por la estupenda actuación de Ochoa, y el 0-3 se justificó por la misma causa.
¿Cómo explicar el repentino deterioro de un equipo que se había atrevido a ser distinto? A falta de un Confucio local, transcribo un diálogo profético en un puesto de carnitas. En lo que esperábamos nuestras raciones, alguien dijo: “Ojalá el Tri no se confíe”. “El éxito nos ataranta”, intervino otro. Detrás de la humeante barbacoa, la vendedora resumió nuestro trato con la adversidad: “Luego eso pasa”.
En efecto: si contamos con la gloria, luego eso pasa.
Hace sesenta años, Suecia fue subcampeona del mundo. Desde entonces ha preferido cosechar récords raros. Uno de los más singulares es el de Christoffer Andersson, único jugador que ha aparecido tres veces en el álbum Panini sin llegar a la cita final (se perdió los Mundiales de 2002 y 2006 y la Eurocopa de 2004). Este peculiar fantasma es menos célebre que Zlatan Ibrahimovic, el astro que se negó a ir a la Eurocopa, quiso estar en Rusia y fue rechazado por el iracundo Jane Andersson, cuyos gritos hacen pensar que no se dirige a jugadores sino a quienes reman en una nave vikinga.
Ante la ausencia de su estrella, Suecia conjuntó un bloque tan homogéneo que la escritora Guadalupe Nettel ha podido decir con ironía: “Ustedes ven iguales a los coreanos, yo veo iguales a los suecos”.
Sabíamos que enfrentarlos sería tan agradable como enfrentar un iceberg, témpano que incluye el nombre de su centro delantero. En la lucha en las áreas ellos nos superarían. La solución consistía en inventar tránsitos para abrir la cancha. El muro de hielo podía ser superado por la creatividad de un país donde la nieve es de limón, pero esa magia quedó en literatura.