No es lo mismo un impeachment que 20 años después

Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice

El presidente Donald Trump.

El presidente Donald Trump. Crédito: Getty Images

El 19 de diciembre de 1998 la Cámara de Representantes de mayoría republicana votó para destituir al presidente Bill Clinton por haber mentido bajo juramento sobre una relación extramarital con la pasante Mónica Lewinksy. Esta semana, el 18 de diciembre, la Cámara Baja de mayoría demócrata, se apresta a votar por el residenciamiento de Donald J. Trump por abuso de poder y por obstrucción del Congreso al negarse a cooperar con la pesquisa en su contra.

La evidencia contra Trump es contundente: echó mano de su poder para presionar a una nación aliada vulnerable, Ucrania, a producir información comprometedora contra su rival político, Joe Biden, a cambio de liberar 400 millones de dólares en ayuda exterior. Cuando el quid pro quo es revelado por un funcionario, la Casa Blanca libera los fondos, pero ya el esquema estaba a la vista de todos, confirmado incluso por el propio Trump.

Hace 21 años cubrí el proceso contra Clinton cuando me desempeñaba como Corresponsal en Washington, D.C. para el diario La Opinión. La transformación del panorama político, particularmente del Partido Republicano, y de nuestra sociedad son impresionantes.

Cuando esta pasada semana el comité Judicial de la Cámara Baja aprobó los dos artículos de residenciamiento contra Trump, solo escuchar la retahíla de argumentos republicanos para defender la idenfendible conducta de Trump me provocó una mezcla de repulsión y tristeza.

Si uno tiene dos dedos de frente, entiende a la perfección que la política siempre ha sido un juego sucio. Pero cuando la verdad es tan clara que deslumbra, provoca asco presenciar el triste espectáculo de un puñado de lacayos de Trump contorsionarse para convencernos de que la verdad no lo es, de que los hechos verificados no lo son, de que los testimonios que corroboran lo ocurrido, así como mensajes de texto y las declaraciones del propio Trump son una mera ilusión óptica y auditiva. O peor aún, que quizá la conducta no esté bien, pero como dijo el jefe de despacho interino de Trump, Mick Mulvaney, “supérenlo”.

El Partido Republicano de Trump, desde el 2016, es el mismo que arremete contra la verdad sin ninguna vergüenza, el mismo que ha justificado la lista de conductas impropias, incluso ilegales de este presidente, desde acusaciones de hostigamiento sexual y pagos por silencio a actrices porno, hasta el entorpecimiento de pesquisas en su contra por buscar ayuda foránea para ganar elecciones, como hizo en 2016 con Rusia y este año con Ucrania.

Ese Partido Republicano es el que llevó a Clinton a la hoguera por mentir bajo juramento sobre una relación sexual. Solo compare ambos casos. Recuerdo claramente a los pecadores lanzando piedras contra Clinton a pesar de tener sus propios esqueletos en el closet. No olvide que dos republicanos, primero el presidente cameral, Newt Gingrich, y luego Bob Livingston, quien lo sucedería tras la renuncia de Gingrich, quedaron en vergüenza porque encabezaron el proceso contra Clinton a pesar de sus propias infidelidades y relaciones extramaritales.

Los evangélicos que se dan golpes de pecho con la Biblia, que suelen ajustar según les convenga, atacaron a Clinton sin piedad, pero ahora defienden a Trump a capa y espada.

Porque tal parece que los líos de faldas de Clinton pesaban más para estos sectores que la conducta corrompida de un presidente que desdeña la Constitución, que se burla de la seguridad nacional para buscar ayuda de naciones extranjeras durante las elecciones, porque parece que tiene miedo de competir limpiamente.

Durante el impeachment de Clinton, hubo demócratas que lo condenaron y que apoyaron el proceso de residenciamiento. Ahora con Trump, los republicanos constituyen un sólido bloque de apoyo y nadie abandona el barco aunque ello suponga negar los hechos o diseminar desacreditadas teorías conspiratorias impulsadas por Rusia.

Nunca pensé presenciar algo así: republicanos conservadores que se envuelven en la bandera y que se cantan más patriotas que George Washington, haciéndole el trabajo sucio a Rusia por tenerle pánico a la marioneta de Vladimir Putin, Trump, que controla a la base del partido y, con ello, el futuro político de los legisladores.

Porque obviamente Trump no será destituido en el juicio que se conduzca en el Senado de mayoría republicana. Ya está decidido, porque los republicanos no consideran esto su obligación constitucional, y aunque los hechos ameritan la destitución, el oportunismo y el servilismo políticos pesan más para estos personajes.

Clinton tampoco fue destituido en el Senado. De hecho, sus índices de aprobación se dispararon después que la Cámara Baja votó para residenciarlo; y aunque siempre gozó de altos niveles de aprobación, llegó incluso a 73%, algo que Trump soñaría con lograr.

Contrario a Trump, Clinton no enfrentaba una reelección. De hecho, en el 2000 el republicano George W. Bush sería declarado presidente por un fallo de la Corte Suprema tras la controvertida elección del 2000 ante el demócrata Al Gore.

Han pasado 21 años del impeachment contra Clinton. Ahora las divisiones entre los dos partidos son más abismales que entonces, división que salpica a nuestra sociedad. Lo que antes era motivo de escándalo, ahora provoca bostezos. Nuestros medios informativos han cambiado, dando paso a la inmediatez que es un arma de doble filo porque da rienda suelta a una desinformación sin par, que es la que ha utilizado Trump para solidificar el apoyo de su base.

Porque me pregunto cómo todos estos cambios en una generación han afectado nuestra capacidad de discernir; de indignarnos ante lo que está mal. Si el constante bombardeo de violencia y de falsedades nos han desensibilizado al grado que ya nada importa, incluso la conducta corrompida de un presidente como Trump.

La prueba de fuego sin duda será la próxima elección, donde se sabrá si un electorado harto del caos, la corrupción y la crueldad de esta administración le pone un punto final, o si la escasa participación electoral, sobre todo en estados clave, le otorgan a Trump otro triunfo en el anacrónico Colegio Electoral y con ello otros cuatro años de este desmadre.

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