El imperio de Robinson Crusoe

Encarna lo mejor y peor del imperialismo británico

Imagen clásica de la obra Robison Crusoe.

Imagen clásica de la obra Robison Crusoe. Crédito: Shutterstock | Shutterstock

Ningún imperio alcanzó la extensión y la población del Imperio británico. Llegaría a regir, entre 1880 y 1930, una cuarta parte de los territorios y habitantes del mundo. El “British Empire” empezó su andadura en el Caribe, patrocinando a filibusteros y piratas −como Francis Drake o Henry Morgan− para hostigar los dominios españoles. Pero, a diferencia del Imperio español (más militar y clerical), el Imperio británico basó su poder en el control de los mares y el desarrollo de las finanzas y el comercio.

El país de Adam Smith supo pronto que la riqueza no provenía de la extracción del oro, sino de la invención tecnológica, la creatividad empresarial y el libre comercio.

Daniel Defoe fue escritor, empresario, comerciante y espía. Acabó varias veces en la cárcel, por impagos (sus inversiones lo llevaron a la bancarrota) y por escribir panfletos incendiarios. En 1719 publicó en Londres Robinson Crusoe: el primer ejemplo inglés de novela realista.

En el plano formal, destaca la exactitud en las descripciones. El autor, un enamorado de la realidad, lo registra todo: desde los debates espirituales del protagonista hasta los detalles empíricos más nimios.

Es conmovedora, en este sentido, la enumeración que hace Robinson de los objetos que ha podido recuperar del barco, tras naufragar en una isla desierta del Caribe. Cada martillo, cada sierra, cada camisa, cada escopeta, cada barril de pólvora, incrementa sus posibilidades de salvación.

Robinson pasará 28 años en la isla desierta, casi todos en soledad. “He sido excluido del resto del mundo, a solas con mi miseria”. Solo le acompañan un papagayo, un perro y dos gatos salvados del barco. Pero Robinson, heroicamente, se sobrepone a su desgracia. Observa, planifica, actúa. “La dificultad aguzó mi ingenio” y “con paciencia y perseverancia conseguí triunfar en muchas empresas”.

Al inicio, es cazador y recolector. Pero, con el tiempo, desarrolla la agricultura (planta arroz, trigo, cebada), la ganadería (cría cabras, de las que obtiene carne, leche, queso y mantequilla), la carpintería, la alfarería, la sastrería… Construye balsas, erige una casa fortificada (“mi castillo”) y una “casa de campo”.

El protagonista, gracias y su inteligencia y su trabajo, se ha enseñoreado sobre su vida y sobre la isla; ha pasado de dominado por el medio a dominador. Por eso James Joyce afirmó que es “el auténtico estereotipo del colonialista británico, al igual que Viernes (el salvaje confiado que llega en un día nefasto) es el símbolo de las razas sometidas”. Luego llegará a la isla el padre de Viernes (caníbal, como él), un español y varios ingleses. Robinson se ufana: “Parecía un rey.

Ante todo, la tierra era de mi absoluta propiedad, lo cual me aseguraba un indiscutible derecho de dominio. Segundo, mi pueblo estaba formado por sumisos vasallos, de los cuales era señor y juez”.

Robinson encarna lo peor y lo mejor del imperialismo británico: el esclavismo, el racismo y la explotación de los pueblos no europeos; pero también la promoción de la ciencia, la tecnología, la industria, las instituciones democráticas y el comercio.

Enrique Sánchez Costa es Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (UPF, Barcelona). Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura (UDEP, Lima). Autor de un libro (traducido al inglés) y de una docena de artículos académicos de literatura comparada y crítica literaria.

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