Así me convertí en un camaleón

¿Quién puede condenar al camaleón por cambiar su apariencia y simular que es una piedra, una rama, un pastizal, para poder sobrevivir?

La decisión estaba tomada. La oportunidad estaba ahí, lista para ser aprovechada. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿Por qué pasé tantos años en cautiverio si la salida era tan simple?

Toda mi escuela primaria había sido un esfuerzo por pasar inadvertido. Me sentía inadecuado, y lo mejor que podía pasarme era que no me registraran. Volverme invisible.

Mi vida desafinaba con respecto a la de mis compañeros de colegio. Mientras ellos provenían de familias ricas, la mía pertenecía a una de clase media profesional.

-¿Qué auto tienes?

-No sé-, contesté haciéndome el distraído.

-¿Cómo no sabes qué auto tiene tu papá?-, me presionó mi compañero.

-Es que el último tiempo lo cambió varias veces y no sé cuál tiene ahora-, dije saliendo del paso.

Obviamente no me creyó. Si bien no me confrontó, en cuestión de minutos ya se lo había contado a varios amigos, y todos se reían de mí. Aguanté estoico la situación, sabiendo que era mejor que se rieran de mi mentira, a que se rieran de mi verdad.

En esos años no había muchas marcas de autos ni de nada, pero el piso aceptable con el que todo parecía estar bien era un Ford Falcon. Mi familia tenía un más modesto Fiat y yo sentía la angustia de ser inadecuado.

Respiré aliviado cuando a mis once años papá se compró el bendito Falcon. Aunque era usado y la razón de la adquisición no era que se enteraran de mis pesares, sino que mi abuelo estaba grande para seguir manejando, a mí me servía. No es que con ese auto podría hacerme el importante -era solo un Falcon Standard-, pero al menos no necesitaría buscar excusas para bajarme dos cuadras antes de cada destino y así evitar que me vieran en el Fiat.

Temas aparentemente menores como la marca de ropa o el lugar de vacaciones significaban grandes amenazas. Tener un par de zapatillas Adidas era la gloria y con unas Topper estaba todo bien. Menos que eso era la ignominia y tal vez la humillación. En esos tiempos de pocas marcas, no existía margen para pasar inadvertido. O estabas adentro, o estabas afuera. A mí me habían tocado unas Flecha y la situación era desesperante. Creo que ganaba las carreras con la esperanza de que no me alcanzaran y pudieran ver la bochornosa marca. O quizás anticipando que el éxito todo lo tapa.

Con las vacaciones ocurría lo mismo. Unos pocos elegidos iban a la glamorosa Punta del Este. El resto se dividía entre sus enormes campos, y veranear en Playa Grande, Mar del Plata.

Mi familia no tenía campo alguno, y si bien terminábamos yendo a Mar del Plata, lo que parecía ser adecuado, no lo era. En esa enorme ciudad balnearia, las diferentes playas definían las castas sociales. Si Playa Grande era lo top, la Bristol era la ordinariez. Ahí íbamos con mi familia, ni enterada del calvario al que me sometía.

-¿A dónde vas de vacaciones?

-A Mar del Plata-, contestaba.

-Buenísimo, entonces nos vemos en Playa Grande.

-¡Dale!

Yo respiraba aliviado, sabiendo que nunca nos veríamos durante el verano. No podía invitar a nadie a que pasara un día conmigo, dejando en evidencia nuestro balneario. Tampoco correr el riesgo de visitar a mis compañeros, no fuera cosa que vieran el Fiat, o peor aún, que sus padres tuvieran que traerme a casa y quedara expuesto el barrio en el que vivíamos.

Como ser yo mismo estaba mal, fui desarrollando la extraña habilidad para que fueran los otros los que hablaran. Mientras lo hacían, estaba a salvo de tener que contar mi vida, y exponerme a ser condenado.

Un capítulo especial merecía la política. Todo país a lo largo de su historia conoce tiempos de razonable paz, y otros de división y enfrentamiento. Cuando era un niño me tocaron estos últimos, con la desgracia de provenir de una familia de pura estirpe peronista, e ir a un colegio rabiosamente anti peronista.

Para evitar problemas en el colegio, me sumaba a las hordas de odiadores del partido político al que pertenecía mi familia.

En tiempos electorales asistía con mis compañeros a actos de partidos enfrentados a muerte con los valores de mi familia. Afortunadamente, siempre contaba con una gran aliada: la superficialidad y poca atención que prestaban las personas. Tanto mis compañeros como mi familia, nunca miraban en profundidad, facilitándome la supervivencia.

Muy de vez en cuando aparecía alguna madre de un compañero que era más sagaz que el resto, y al percibir mi realidad política, amenazaba mi precario equilibrio emocional. Por suerte y como todo en la vida, esa situación también cedía.

Claro que en el fondo de mi corazón sentía el desgarro de estar negándome a mí mismo. La culpa de ser un traidor, un converso por necesidad. Tardaría años en perdonarme, comprendiendo que la supervivencia emocional tiene casi el mismo valor que la supervivencia física.

A mis trece años se presentó la gran oportunidad. Una idea simple y poderosa podía transformar mi vida. Dejar atrás esa identidad que tantos problemas me había traído. Ser un hombre nuevo, conforme al hábitat que me tocaba. Ser uno más, dejar de ser la nota disonante, la oveja negra.

Aunque muchos no lo crean, el costo de ser la oveja negra es muy alto. Solo se explica por años de dolor de no ser registrado. Uno decide volverse invisible para no ser burlado, estigmatizado, masacrado. Por eso, la promesa de convertirme en alguien aceptado, que no generar ruidos, que pudiera ser quien era, resultaba sumamente inspiradora.

Unos se cambian el apellido, otros de club, de empresa, de barrio, de amigos, de mujer, adelgazan, se tiñen. Lo mío era más sutil y poderoso: cambiar de nombre.

Aprovechar que tenía dos pero solo usaba el primero. Al dejar de usar aquel por el cual todos me conocían, dejaría atrás todo los problemas asociados, principalmente el hecho de ser alguien inadecuado, que nunca estaba a la altura. Superar ese dolor permanente de tratar de ser alguien. Alguien que no era y que no sería nunca. El sufrimiento de volverme invisible para que los radares no me detectaran. Para sobrevivir. Solo ahí conocía una provisoria paz, fuera de la amenaza de fuego amigo.

Cambiar de nombre también tenía otros beneficios. Por ejemplo, librarme de la etiqueta de exitoso que me había construido con la devoción de un orfebre. Ese molde, aunque me protegía de riesgos y descréditos, me pesaba. Llevaba implícito sostener un personaje todo el tiempo, con la angustia permanente de saber que cualquier pequeño incidente podía desenmascararme y todo se desmoronaría.

Dejar de llamarme José y empezar a llamarme Nacho era una experiencia liberadora. Con algo de audacia y mucha perseverancia, pude ir instalando mi nueva marca. A familiares, amigos y conocidos les llamaba la atención, pero como siempre, la superficialidad era mi gran aliada. Nadie profundiza, nadie pregunta mucho, todos están demasiado preocupados mirando su ombligo como para interesarse genuinamente en otra persona.

En menos de un año mi nueva identidad estaba totalmente incorporada al sistema. Tenía un nombre interesante, atractivo, como ellos. De vez en cuando aparecía alguna tía abuela llamándome Josecito y pese a mi ira, no tenía más remedio que tolerarla, deseando que riesgo pasara rápido. ¿Quién quiere a los testigos de nuestro pasado vergonzante? Por algo los revolucionarios suelen matar a los compañeros que lo ayudaron a tomar el poder.

A mis dieciocho, para cuando terminaba el colegio, muchas cosas de mi vida habían cambiado. Varias se habían arreglado o simplemente disuelto. Como conté, mi padre había comprado el Falcon de mi abuelo, habíamos ido un verano a Playa Grande con mis tíos, tuvimos mejores zapatillas.

Sin embargo, mi cambio de identidad no aportó nada. Con decepción, tuve que asumir que nunca pude ser uno de ellos. Nunca pude ser otro. Seguía siendo el José de siempre, aunque ahora me llamaran Nacho.

La promesa de que toda mi vida se arreglaría por un cambio, fue solo una ilusión. Y de las ilusiones y fantasías siempre se ocupa el mismo sicario implacable: la realidad.

A veces me culpo por haber intentado semejante camino. Pero también me pregunto si se puede juzgar al camaleón por cambiar su apariencia y simular que es una piedra, una rama, un pastizal. ¿Quién puede condenarlo por querer sobrevivir?

Con dolor aprendí que solo se descubre el verdadero camino, recorriendo y abandonando los que no lo son.

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